La situación en España no es nada fácil. Esta semana hemos sabido que ha vuelto a aumentar el paro y que roza ya los cinco millones de personas. Junto a esto está la cuestión política, con el plan independentista declarado abiertamente por Cataluña. De ambas cosas se habla mucho en los medios de comunicación y en las conversaciones de la calle. En cambio, de lo que no se habla es de otra crisis, más grave aún que esas dos y que está en el origen de las mismas: la crisis moral.

 España nace como el Estado que ahora conocemos por la voluntad de un sector pequeño de sus antiguos habitantes de no renunciar a su fe católica. En distintos focos de resistencia, pero con el mismo objetivo, se fue fraguando lo que se denomina la Reconquista. Antes de que ésta culminara, dos de los Reinos que había en la Península –los más grandes-, el de Castilla y el de Aragón, decidieron unirse en la persona de sus respectivos monarcas, Isabel y Fernando. Fruto de esa unión se produjo, casi a la vez, la culminación de la Reconquista y la gesta extraordinaria de la evangelización de América. Poco después se unió a estos dos Reinos un tercero, el de Navarra, y el cuarto –Portugal- sólo lo haría, fugazmente, con el biznieto de los Reyes Católicos, Felipe II y dos de sus sucesores. Aunque desde que empieza la Reconquista con la batalla de Covadonga (28 de mayo de 722), hasta que termina con la toma de Granada (2 de enero de 1492) pasaron 770 años y eso da para muchos cambios culturales y de objetivos, siempre se mantuvo intacta la idea de que había que devolver a los hispanos que habían sido expulsados de sus tierras por ser católicos la posibilidad de volver a ellas y poder practicarla en paz.

Lo que más daño hace, pues, a la idea de una España unida es el alejamiento de su raíz católica, de su fe común, que fue el motivo que aunó a tantos durante tantos siglos para avanzar en la Reconquista y buscar la unidad de unos Reinos que necesariamente se habían ido formando de manera separada. El secularismo –con su arma ideológica que es el relativismo- es el gran reto que tiene España en este momento. Porque se ha alejado de la fe de sus mayores, muchos han emprendido no sólo la aventura insensata del independentismo, sino también la de vivir muy por encima de las propias necesidades económicas, lo cual ha generado unas facturas que ahora nos vemos en grandes dificultades para pagar.

El Gobierno español que lidera Rajoy no tiene, pues, que hacer frente sólo al reto independentista y a la crisis económica, sino ante todo a la crisis moral, verdadera raíz de las otras dos. Todo lo que haga en este sentido repercutirá favorablemente para solucionar aquellas dos crisis, más visibles quizá pero no más graves. Por eso hay que aplaudir que se haya decidido acabar con una asignatura nefasta para la formación de niños y jóvenes, la Educación para la Ciudadanía, que bajo ese hermoso nombre ocultaba un programa de manipulación y adoctrinamiento totalmente contrario no sólo a la moral católica sino a la ley natural. Hay que aplaudir esta medida y hay que hacerlo sin reservas. A la vez, hay que pedir que se emprendan reformas en los otros dos “principios innegociables” vulnerados por los anteriores Gobiernos socialistas: el respeto a la vida y la defensa de la familia.

Hasta ahora hemos asistido con gran dolor e impotencia al espectáculo triste de la alternancia de Gobiernos de izquierdas y de derechas, que significaban retrocesos en lo concerniente a la familia y a la vida (izquierdas) y mantenimiento de esos retrocesos (derechas). Por primera vez, la derecha se atreve a dar un paso adelante (algunos dirán que es un paso atrás, pero en realidad es adelante pues lo que habían hecho los socialistas con la Educación para la Ciudadanía sí era un paso atrás) y modificar una ley socialista. Es un magnífico principio y sólo cabe esperar que se quiten de encima los complejos y que sigan avanzando para resolver la primera y más grave de las crisis, la moral.

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