El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo. La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones… Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo (Catecismo de la Iglesia Católica 1432)
Todos estos casos de vuelta a la fe o a la vida cristiana, y muchos más, que no salen en los medios, se están produciendo con más frecuencia de lo que pensamos. Algunos de ellos por acontecimientos que han cambiado sus vidas, crisis personales, enfermedades personales o de familiares queridos. Otros que tocaron fondo, viviendo en un vacío existencial en el que, teniéndolo todo, nada tenía sentido.
Y hay otras conversiones, podríamos decir cotidianas, de los que día a día vivimos nuestra fe y queremos ser santos. Conocemos nuestras debilidades. Sabemos que tenemos pecados y miserias, de mayor o menor envergadura, da lo mismo. Sin embargo, tanto en unos como en otros, hay un deseo grande por amar a Cristo. Una voluntad que, movida por la gracia de Dios, busca identificarse con la voluntad de Dios.
La conversión puede llegar gracias a un gran acontecimiento que te cambia la vida, pero también por pequeños acontecimientos diarios, en los que descubrimos que todavía hay mucho que cambiar y mejorar. Y esto es lo maravilloso de la vida cristiana que, en cada tropiezo, puedo levantarme y comenzar de nuevo. En cada caída, puedo decir: ¡Ahora comienzo!
El Señor me llama, cada día, a una vida plena, a la santidad. Sólo hace falta que yo le escuche, que no me cierre a esa palabra de amor que resuena en el interior de mi corazón. Dios no se cansa de mí. Nunca tira la toalla, ni me da por imposible. Ese Amor incondicional siempre está dispuesto a curar mis heridas, me levanta y me sostiene en el camino.
¡No tengáis miedo! Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”. ¡Sólo El lo conoce!...
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna![1].