Unas bromas tan groseras y de mal gusto que ya hacen presagiar el tufo de lo que están tramando... Fernando se planta: sólo oír tales obscenidades, le subleva.
-¡Matadme, si queréis; pero no me habléis de esas cosas!
Se lo juega todo. La muerte, sí, sí. Él prefiere la muerte; ¡claro que la prefiere! La muerte, antes que oír sólo algo que anuncie pecado. Su viril decisión espolea la imaginación de los milicianos. Y se resuelven a lo peor: quieren humillar la virtud del Hermano, de la manera más abyecta y repugnante.
Pero él es un hombre. ¡Vaya si es un hombre! Y fuerte, además… Uno de esos rudos mozos del agro catalán, capaces de todo… Empieza a forcejear con todo su denuedo. ¡Y vence!
Le dejan en paz… por ahora.
Seguramente los músculos de Fernando han sido convincentes.
-¡Matadme, si queréis!, repite.
-¡Matadme, matadme... pero no me hagáis eso!
Vuelven al coche. El cerebro de Juan, el cabecilla de los milicianos, ha urdido otro sistema.
-Al llegar a Cervera te llevaremos a…
Le prometen perdonarle la vida… si accede.
¡La cosa es demasiada clara para él!
Morirá antes que pecar.
Aquí empieza el calvario del Hermano Fernando Saperas. Firme, invencible en su decisión, lo resistirá todo, todo, antes que pecar… Ora interiormente. Son momentos y detalles que no se pueden describir. Todos los que asistieron a alguno de ellos, los recuerdan con horror. Un pobre hombre, sereno de oficio, se volvió loco.
Pero Fernando tenía que apurar su cáliz…
Lo llevaron por todos los sitios de perdición. Intentaron por todos los medios vencer su virtud. Todas las tentaciones, todas las ocasiones para hacerle pecar contra la virtud fueron probadas. Agotadas en Cervera todas las posibilidades, le llevaron a Tárrega.
-¡Virgen soy y virgen moriré!
Grito espléndido, triunfal, de un alma que lucha y vence con la gracia de Dios implorada en la oración. La Iglesia tiene muchas historias maravillosas de cristianos que defendieron su pureza con heroísmo. Pero esta vez es un hombre; un hombre en su plenitud. Un hombre en toda la extensión de la palabra, que arrostra lo increíble para defender su virginidad.
-¡Matadme -exclama Fernando una vez y otra-, hacedme lo que queráis! Yo quiero morir santamente. Jamás consentiré…
Aquel hombre entero, que no cede ni se doblega por nada, ni ante amenazas ni ante seducciones, es, sin duda, algo extraordinario.
Juan está frenético, fuera de sí. El Hermano Saperas permanece irreductible; él, con todos sus refinamiento satánicos, está haciendo el ridículo.
Saca su pistola y encañona a la dueña de casa.
-¡Haz lo que se te manda o te remato aquí mismo!
Fue una escena intensísima. Aquella mujer supo tener un arranque de grandeza: no se acobardó ante la pistola, hizo frente al canalla…
Y los milicianos tuvieron que salir de allí ignominiosamente.
-¡Fuera de aquí, sinvergüenzas!
¡Aquello no se podía resistir! Sin embargo… Juan había escupido su impotencia y su despecho en una frase insultante:
-¡Tú no eres hombre, porque no eres capaz de hacer lo mismo que todos hacen!
Esto –o algo parecido- se puede oír muchas veces. Nuestros muchachos de hoy, cuando se enfrentan con la vida y han de tratar con gentes de mala catadura, cuando quieren permanecer firmes, sin dejarse arrastrar… han de escuchar cosas parecidas. -¡No eres hombres!...
Por eso Fernando Saperas supo responder al insulto con una gallardía verdaderamente viril:
-¿Qué no soy hombre? Yo haría, si quisiera, tanto o más que vosotros… Pero, ¡no me da la gana! ¡Prefiero morir!
Su muerte sería el sello supremo de su hombría.
Juan y sus compañeros milicianos están en el paroxismo de la indignación. Han sido arrojados vergonzosamente.
-Ya que no has querido, te sacaremos los ojos, -le dicen.
Afortunadamente, surgió una discusión acerca del modo de consumar aquella última salvajada: unos proponían un modo, otros discrepaban… e incluso no faltó quien se opuso, porque aquel proceder de los de Cervera podía crear complicaciones a los comités de otros pueblos. Por fin, llevan al Hermano Saperas hasta el cementerio.
El martirio va a concluir. Ahora recibirá la palma…
Debe de estar destrozado, física y psicológicamente; las últimas horas han sido de una tensión y un apuro que hubieran hundido a cualquiera. Pero él se mantiene en pie, con toda la grandeza de su sacrificio. Sin duda, una fuerza sobrenatural le sostiene.
Los dos focos del automóvil iluminan su figura maltrecha.
-¡Apunten…!
La voz de Fernando resuena en aquel silencio trágico:
-Perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen.
Es la única posición que cabe a un cristiano ante la muerte: la misma actitud de Cristo en el Calvario. Los asesinos se burlan. ¿Cómo perdonarlos? ¿Por qué? ¿Qué clase de salida es aquella?
-¡Yo os perdono! -repite Fernando en medio de la lluvia de mofas.
Ya están las armas a punto. Es el momento.
-¡Viva Cristo Rey!
Resuena una descarga. Luego otra y otra. Un silencio… y un disparo final.
Fernando Saperas queda junto a la tapia del cementerio, bañado en su sangre. Pero no ha muerto aún. Juan y los suyos, al marcharse, oyen todavía su voz, apagada por la agonía, pronunciando la palabra más dulce, que cierra y culmina el sacrificio:
-¡Madre…! ¡Madre…!
El mártir de la castidad invoca a la Virgen, a la Madre purísima, que tanto le ha estado ayudando en todo su martirio, de quien ha recibido la fuerza para su heroísmo, y que ahora, cuando su alma está a punto de volar, debe de hallarse muy cerca, muy cerca de él…
-¡Madre…!
En esta última palabra del Hermano Saperas puede estar quizá la clave de lo inexplicable. Sin ella, sin la Madre, no hubiera sido posible llevar el heroísmo hasta aquel extremo. La resistencia inaudita de Fernando no puede tener otra razón que una asistencia especialísima de la Virgen a lo largo de la pesadilla de todas aquellas horas de prueba. Por eso, ahora que todo está terminando, debe de estar Ella tan cerca de Fernando…
Cuando alguna vez pases por Tárrega (Lleida), no dejes de llegarte hasta su cementerio. En la tapia, una lápida de mármol perpetúa el sacrificio de Fernando Saperas.
AQUÍ,
POR DEFENDER SU CASTIDAD RELIGIOSA
FUE MARTIRIZADO EL 13-VIII-1936
EL HERMANO FERNANDO SAPERAS
MISIONERO HIJO DEL CORAZÓN DE MARÍA
Allí cayó un hombre. ¡Todo un hombre!
Lo arrostró todo antes que pecar. Como Santa María Goretti, como Josefina Vilaseca, como tantos mártires de la pureza. El lema de santo Domingo Savio: “antes morir que pecar”, llevado a la práctica.
Que el heroísmo viril de Fernando Saperas sea un ejemplo para todos los hombres de verdad.
Fue aceptado en la Congregación, no como criado, sino como Hermano misionero. Su ingreso se produjo a finales de 1928. Una vez realizados los años de formación, fue destinado a Cervera, a la comunidad de la Universidad. Cada día se acrecentaba en él la piedad con que había sido agraciado desde niño. Además de asistir a los actos de oración de la comunidad, de participar en la misa y comulgar, hacía frecuentes visitas al Santísimo, realizaba el ejercicio del Viacrucis y rezaba las tres partes del rosario. Junto a la piedad se desarrolló en el Hno. Saperas el amor a la vocación y al Instituto. “Nunca -solía decir- podremos dar las debidas gracias a Dios por el beneficio de la vocación”. Sin embargo, la nota más característica de su espiritualidad fue su buena disposición para el trabajo y el celo misionero con que lo desempeñó. Cumplía sus cargos con diligencia, limpieza, orden y con una impronta evangelizadora.
Estaba encargado de la portería cuando, el 21 de julio de 1936, los 117 claretianos de Cervera tuvieron que dispersarse precipitadamente. El Hermano Fernando se dirigió a la comunidad de Solsona con el grupo más numeroso, pero tuvieron que dispersarse por el camino. Después de rodar por varios caseríos de la comarca, y trabajar en la casa del señor Riera de Montpalau, tuvo que marchar hacia la finca de otro amigo, el señor Bofarull. Fue detenido en la mañana del 12 de agosto. Una vez que manifestó su condición de religioso, fue sometido a toda clase de provocaciones y vejaciones contra la castidad. Finalmente, tras quince horas de sufrimientos, perdonando a sus verdugos, murió fusilado a las puertas del cementerio de Tárrega (Lérida). Era ya el 13 de agosto de 1936. Sus restos se custodian en la parroquia de Santa María de L´Alba de Tarrega (Lérida).