En España, por aquellos mismos años, existía otra colección -aunque no de cómics- llamada Ardilla, que editaban los salesianos de Barcelona: Ediciones Don Bosco o Ediciones Domingo Savio según las épocas. Eran libros de pequeño tamaño (10,5 x 7,3 cm) que ofrecían, junto a títulos de diferentes materias, una serie de vidas de santos.
En las manos tengo el número 130, titulado “Todos fueron valientes”, escrito por Antonio Arranz. En la primera página el autor dice:
“No es un título de novela o película. La frase resume acertadamente una historia real y verdadera. De nuestros días. La historia de un puñado de muchachos –héroes a lo divino- que hicieron proezas de valor en la pasada revolución española del 36. Hace, pues, de ello 25 años.
La frase salió de labios de uno de los verdugos. Alguien sabedor de lo ocurrido, preguntó al jefazo local si había desertado alguno cuando los llevaban a fusilar, y respondió:
“-Ninguno. Todos fueron valientes. Frente al piquete, momentos antes de la ejecución, les ofrecimos la vida y la libertad, si se pasaban a nuestro bando, pero ninguno desertó”.
Y añadió el jefazo:
“Como hombres merecen todo nuestro respeto”.
En 93 páginas, Arranz ofrece con ágil pluma el martirio de los claretianos de Barbastro. En las últimas páginas (de la 76 a la 93), que son las que aquí transcribimos, narra el martirio del Hermano Fernando Saperas Aluja.
El crisol de la prueba
En Cataluña las turbas se habían adueñado de la situación. Muchas iglesias humeaban. Las calles de la ciudad y los campos conocían una extraña invasión de tipos patibularios, inverosímiles, como surgidos de una pesadilla… Y ellos eran quienes imponían su ley. Una ley de desenfreno y de vandalismo. Odio a la religión. Odio al orden. Odio a la tradición. Odio, odio, odio…
Las gentes buenas estaban agazapadas, ocultas prudentemente en espera de los acontecimientos. En aquellos días, todo el mundo peligraba.
Cervera es una ciudad de la provincia de Lérida, encaramada en un altozano, llena de solera y de prestancia. Vive aún del prestigio que tuvo su vieja universidad. En aquellos tiempos, anteriores a la revolución, el edificio de la universidad estaba ocupado por los Misioneros Hijos del Corazón de María. Pero cuando el vendaval se desencadenó, la comunidad tuvo que dispersarse. Cada cual fue donde pudo, intentó salvar, por lo menos, la vida. Y ahí tenemos a los buenos religiosos huyendo, disfrazados, unos hacia aquí, otros hacia allá…
En Cervera mientras tanto, la chusma saquea y profana las iglesias. Con razón había de escribir el cardenal Gomá que “las abominaciones que en personas y cosas sagradas habían cometido los llamados rojos, casi no se explican sin admitir una sugestión diabólica”.
-¿Puedo quedarme aquí?
-Sí, quédese si quiere. Pero si descubren quién es…
El recién llegado, que pedía hospitalidad a Ramón Riera, era un mozo de unos treinta años, recio y robusto, que llegaba fugitivo de Cervera. Podía pasar perfectamente por un campesino vulgar; pero en realidad era un religioso; el Hermano Fernando Saperas, de la comunidad claretiana de Cervera. Allí se quedó, trabajando en las faenas del campo; demasiado cerca, peligrosamente cerca todavía de la que había sido su residencia.
-Cuidado que le pueden matar…
-Si me matan, ¡alabado sea Dios!
No le importaba demasiado el peligro. Era un alma sencilla, que nada temía, porque seguramente su confianza iba mucho más allá de las previsiones corrientes en los hombres, que todo lo miden y lo razonan a lo humano.
Para Fernando Saperas sólo importaba vivir en gracia. Lo demás… ¡Lo demás era completamente accidental!
Tan feliz sería en su colegio, haciendo el oficio de portero, o ayudando en la cocina, o barriendo los suelos… como entonces, fugitivo y solo, trabajando en el campo. Claro que echaría de menos aquella paz en que tan fácil es la oración. Claro que temería por la suerte de sus superiores y compañeros… Pero ya hemos dicho que Fernando era un alma sencilla y esas almas tienen una riqueza especial que las llena, de modo que los demás apenas logramos comprender.
Riera abrigaba serios temores por él. La casa Riera era una especie de café del pueblo, un punto de reunión donde los hombres echaban unas copas al coleto, charlaban, jugaban… En cualquier momento el Hermano Saperas podía ser identificado por alguien. Y entonces…
Él comprendió también, por fin, que su permanencia allí no podía prolongarse demasiado. Y un buen día se marchó hacía La Rabasa, un caserío donde podía esperar que le dieran también hospitalidad. Allí vivía el señor Bofarull, buen amigo de los religiosos, que le recibiría con cariño. Pero…
Alguien merodeaba por los alrededores de la casa de Bofarull.
Fernando se detiene en seco: sí, hay parado un automóvil y varios hombres discuten junto a él.
¿Milicianos?
Por si acaso, da media vuelta y se marcha…
Ha sido muy poco disimulado…
Aquellos hombres le han visto y sospechan de él, viéndole alejarse de modo tan extraño.
¡Los milicianos tenían siempre azuzados los sentidos para cazar gente!
Salen en su persecución. Y no tardan mucho en alcanzarle.
-¿Quién eres?
Él se hace pasar por un labrador tarraconense que ha estado trabajando una temporada por allá y vuelve a su tierra.
Uno de los rufianes le quita de improviso la boina. ¡Siguen sospechando!
-No, no soy ningún cura, bromea Fernando.
Pero ellos no se acaban de convencer. Algo les da en el olfato…
Le llevan consigo para aclarar su identidad como sea. Fernando Saperas está ya, virtualmente, prisionero del comité rojo.
El jefezuelo del grupo se llama Juan. No queremos describirle: sus hechos le retrataran sobradamente. Es uno de esos tipos que el averno regurgitó sobre España durante la revolución, para terror de sus mismos compañeros de viaje… Y también para darnos -¡gracia divina!- contratipos tan espléndidos como este Fernando Saperas, sencillo pero sereno e inclaudicable, que ahora va prendido por la pandilla.
Juan, como primera medida, quiere hacerle blasfemar. Su respuesta es briosa y tajante:
-¡Soy religioso y jamás blasfemaré!
Ya se ha delatado.
Fernando acaba de firmar su sentencia a muerte. Pero si fuera sólo la muerte… El moriría gustoso ahora mismo, con su magnífica sencillez. Lo que le aguarda es mucho peor que la muerte. Mucho más refinado…
¿Un martirio? Sí, el peor martirio que este hombre recio y sólido, como un monolito, puede imaginar. A los del Comité se les escapan unas exclamaciones jubilosas:
¡Su olfato no les había engañado! ¡Han cazado un fraile!
Le prepararán una buena fiesta…