Cuando hemos comenzado a caminar en la fe todo adquiere un nuevo significado. Por ejemplo, la Misa deja de verse como una carga o simple obligación y se convierte en un espacio de contacto vital con Dios. Se nota por la paz que sentimos al comulgar, pero también al escuchar las lecturas del día en las que nos damos cuenta de que Dios nos habla y toca con exactitud la problemática que llevamos dentro ese día. Es decir, sin planearlo, las lecturas describen nuestra situación personal, el contexto preciso en el que nos encontramos, dándonos las pautas para salir adelante. Muchas veces sucede lo mismo con la homilía. El sacerdote, sin saber de nosotros, habla concretamente sobre algo que llevamos dentro, como si nos leyera la mente, y lo desarrolla de modo que a uno le queda muy claro que Dios se está valiendo de la Misa para decirnos algo significativo y totalmente vinculado con alguna alegría, proyecto o preocupación que en ese momento tengamos.
La Misa, como uno de los siete sacramentos, nos habla, describe y orienta. Habla, porque Dios ha dejado su palabra por escrito para que podamos evaluar si lo que internamente sentimos que nos dice en la oración coincide o no con la objetividad del Evangelio a fin de no autoengañarnos sino de alcanzar la certeza suficiente frente a los dilemas de la vida. Describe, porque las lecturas presentan realidades humanas que conectan con las nuestras. Podríamos leer un mismo versículo todos los días y aun así nos diría algo diferente, acorde a la realidad en la que nos encontremos porque Dios existe y nos envía a su Espíritu para aclararnos y ubicarnos de modo palpable. Orienta, porque, además de darnos la paz y levantarnos el ánimo, nos da pautas, criterios de discernimiento para ir gestionando de la mejor manera posible nuestra vida. Todo eso sucede en la Misa. Cuando la percibimos así deja de ser aburrida y nos abre a un horizonte fascinante.
La Misa es un momento de encuentro con Dios y realmente se le puede percibir a partir de los sentidos, porque no estamos ante un rito abstracto, sino frente a su presencia concreta en el pan que se vuelve su cuerpo y en el vino que se convierte en su sangre. Es decir, Dios entra en escena y resignifica nuestra vida. Si se trata de la Misa del domingo ayuda a evaluar la semana que pasó, retomando las alegrías y las penas, al tiempo que nos prepara para poder iniciar, con buen ánimo, la nueva semana. Jesús habla claramente pero hay que saberlo percibir, captar. Los sacramentos hacen justamente visible lo invisible, acortando las distancias y adentrándonos en la vida interior. Es necesario enseñarle a todos la relevancia de la Misa, no desde un tono meramente ritualista, sino con la conciencia de lo que en ella sucede; es decir, visualizar que Jesús renueva su entrega en la cruz en favor de nosotros y, desde ahí, nos permite entrar en el misterio de Dios que es la clave de la felicidad, porque sólo él puede ocupar el centro de nuestra vida permitiendo que los demás afectos se ordenen y fluyan correctamente.
La Misa, por lo tanto, nos habla, describe y orienta. Concluimos nuestro ensayo con unas palabras del Papa emérito Benedicto XVI sobre la Eucaristía: “«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de su propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona…” (cf. Sacramentum Caritatis, 88).