Era un 31 de diciembre y habíamos subido con amigos de Barcelona en el teleférico de Fuente De (Cantabria) hasta el Macizo Central de Picos de Europa. Curiosamente no había mucha nieve (el invierno había sido suave hasta entonces) y se podía transitar con bastante libertad. Eso sí, nuestra pequeña comitiva era un jolgorio continuo: risas, fotos, y bolas que pasaban rozándole a uno todo el rato.
Fue justo al bajar para tomar la cabina de vuelta cuando lo pensé. Acababa de ver unas lagunas que forma el deshielo en el fondo de los jous, un poco más abajo y se me ocurrió decirles “¡Oye!, venid conmigo un momento”. Ellos me siguieron hasta el borde de una de ellas. El agua de nieve es casi pura químicamente y crea masas azul-verdosas, transparentes. “Escuchad”,-continué, “os propongo una experiencia contemplativa express (!), vamos a estar quince minutos en silencio, mirando la superficie. Luego, contamos cómo nos hemos sentido, ¿Vale?”
Por si no lo saben, quiero decir que en las zonas de los Picos en la que no hay nadie (lo cual es bastante habitual en muchos parajes, sobre todo entre semana), no se oye nada. Tan sólo el ruido de los pasos sobre la piedra y la respiración uno. No hay árboles, ni hierba, y si el viento es tenue, la sensación es de una soledad y un silencio totales. Mis amigos (gente universitaria de un grupo carismático) estaban bastante acostumbrados a propuestas tan raras como la mía, y estuvieron de acuerdo, casi de inmediato, en aceptar. Hubo algunas risitas sofocadas, pero al cabo de cinco minutos todo el mundo estaba callado.
Tanto, que fui yo quien tuvo que interrumpir la escena (¡creo que era el último teleférico para bajar!). Bueno, pues inmediatamente todos empezaron a dar exclamaciones: “¡pero qué pasada, tío!”, “Buah, ¡qué experiencia!”, “¡demasiado!” Etc. Todos afirmaban haberse sentido especialmente bien y especialmente en paz. El silencio le había ayudado a “re-conectarse” con algo en su interior.
Ya sé que alguien pensará que esto no es tan raro, ya que, a fin de cuentas mis colegas eran gente más que acostumbrada a la oración personal, y por eso debía resultarles mucho más fácil volverse hacia adentro aprovechando aquel remanso de paz…
Bueno, pues no lo crean. A veces hablo de esa misma paz, del detenimiento, el silencio y la oración a grupos de “chavales de polígono”. Ya saben, gente que vive en pisos no muy grandes y que en su vida habitual no tienen más contacto con la naturaleza que lo que de ella puedan ver en la tele. Y en esas ocasiones me parece percibir que me escuchan un poco más de lo habitual: suelen mirarme en silencio, como si les hablara de una tierra lejana y prometida que en el fondo, aún les sonara de algo.
Hace ya 48 años que H. Marcuse publicó su obra El hombre unidimensional, donde básicamente afirmaba que la persona actual está alienada y deshumanizada por un sistema creador de necesidades ficticias. Y yo, que ni soy marxista ni freudiano y que, por lo que sé, me encuentro bastante lejos de la Escuela de Frankfurt, creo que este libro contiene una gran parte de verdad. Pero no es la libertad el principal robo que el hombre experimenta en sus carnes hoy, es el alma: su propio espíritu, que a fuerza der ser ninguneado, tratado como no-existente, acaba por atrofiarse y enfermar (haciendo enfermar de paso y muchas veces a la mente).
Estas personas atrapadas entre el asfalto y el hormigón, entre el plástico, el vidrio y el metal, acuciadas por un horario atroz y demandadas continuamente por un esquema productivista de la vida, ya no pueden sentir la llamada de Dios. Esas falsas formas de comunicación telemática, intentan maquillar lo solos que en verdad estamos, y nuestro consumo de cosas inútiles haría palidecer a hombre “sanos” de verdad como fueron san Francisco o San Juan de La Cruz.
Hace falta parar. Y quizá una de las pocas posibilidades que nos queden sea creando espacios a donde poder acudir, de vez en cuando, para no terminar confundiendo el ancho río de la vida con la pecera en la que vivimos casi siempre. Son necesarios rincones de paz, donde poder hablar con detenimiento y con sentido, donde poder pasear bajo los árboles, gustando del murmullo de la brisa en sus hojas, del cantar del agua de los arroyos y del tumulto de las olas en el mar. Donde poder gustar de la contemplación y del Señor de toda vida.
Cuando se vive en gracia puede hablarse con los lobos y los pájaros, y por supuesto con las personas y con Dios.
Y a usted, o a ti: si estas palabras te provocan una cierta sensación de nostalgia y de añoranza, es que el acuario también te viene estrecho y que es necesario comenzar a salir.
Estamos juntos en esto. ¿Por qué no luchamos, unidos por conseguir espacios así, anticipos de Reino destinado a perdurar por siempre?
Te mando un abrazo con todo mi corazón, a ti que has leído estas líneas.
josuefons@gmail.com