¡Gente cuya fe se tambalea! ¡Aprendices de exégeta que creen haber encontrado en la ausencia del buey y la mula en el belén la grieta por la que se derrumba esta iglesia de machistas y carrozones…! ¡Pobrecitos! Recién llegados que no saben que mientras ellos van, otros ya han ido, han venido, se han tomado unas cañas, han vuelvo a ir y han vuelto a volver. ¡Ay Virgen Santísima, lo que hay que hacer para vender periódicos!
Las circunstancias del nacimiento de Jesús las cita un evangelista y sólo uno, Lucas, el cual, de acuerdo con lo que parece ha dicho el Pontífice (los términos exactos los conoceremos cuando el libro llegue a España), jamás menciona la presencia de un buey y una mula... bien que tan poco la niegue, justo es reconocerlo. Y dado que según el propio Lucas, el escenario de tan magno evento no fue sino “un pesebre” (Lc. 2, 7; Lc. 7, 16), tan poco es tan improbable que al menos uno de ellos, el buey o la mula, o los dos, o varios bueyes, o varias mulas, o varios bueyes y varias mulas, hubieran acompañado a María durante el mismo. ¿O no?
Ausentes del Evangelio, que eso y no otra cosa es lo que sin duda habrá afirmado el Papa, buey y mula no forman parte, pues, ni del dogma ni tan siquiera del depósito de la fe, y a duras penas militan en la categoría de piadosa tradición. Una tradición cuyo origen literario -porque su versión popular es sin duda anterior, de lo que es buena prueba el sarcógago del s. IV que puede Vd. ver en la fotografía un poco más arriba- conocemos, por cierto, muy bien: el apócrifo de la infancia titulado Pseudo-Mateo, que Aurelio de Santos, autor de “Los evangelios apócrifos”, data de mediados del s. VI, y en el que leemos:
“Tres días después de nacer el Señor, salió María de la gruta y se aposentó en un establo. Allí reclinó al niño en un pesebre y el buey y el asno le adoraron. Entonces se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: “El buey conoció a su amo y el asno el pesebre de su señor”. (Ps.Mt. 14).
Y no me extiendo más en el tema, porque mucho antes de que lo hiciera nada menos que el Papa, ya lo había hecho yo (perdonen Vds. el atrevimiento), de modo que si quieren conocer más sobre el mismo, les invito a hacerlo .
Sí me interesa aquí, sin embargo, y tal es la verdadera razón de este artículo, poner de relieve los motivos que han animado al Pontífice a escribir la trilogía en clave histórica sobre Jesús de Nazaret, la cual cierra con este tercer volumen sobre su infancia. Unos motivos que, hasta donde yo sé, no son diferentes de los que le animaron a escribir el primero, y luego el segundo, perfectamente expresados en el prólogo de aquél. Así que sin mayor dilación, cedo la palabra ya a Su Santidad, para que sea él mismo quien se explique, que lo hará sin duda mucho mejor de lo que lo pueda hacer yo por boca de él:
“En mis tiempos de juventud –años treinta y cuarenta- había toda una serie de obras fascinantes sobre Jesús: las de Karl Adam, Romano Guardini, Franz Michel Willam, Giovanni Papini, Daniel-Rops, por mencionar sólo algunas. En ellas se presentaba la figura de Jesús a partir de los Evangelios: cómo vivió en la tierra y como –aun siendo verdaderamente hombre- llevó al mismo tiempo a los hombres a Dios, con el cual era uno en cuanto Hijo. Así Dios se hizo visible a través del hombre Jesús y desde Dios se pudo ver la imagen del auténtico hombre.
En los años cincuenta empezó a cambiar la situación. La grieta entre la “Jesús histórico” y el “Cristo de la fe” se hizo cada vez más profunda; o ojos vista se alejaban uno de otro. Pero ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús el Hijo de Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de cómo lo presentan los evangelistas y como partiendo de los evangelios lo anuncia la Iglesia?
Los avances de la investigación histórico crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición. Dentro de éstos la figura de Jesús en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa, iba perdiendo su perfil. Al mismo tiempo las reconstrucciones de este Jesús que había que buscar a partir de las reconstrucciones de los evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que luchaba por derrocar a los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se había desdibujado. Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado todavía más de nosotros. Como resultado común de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido sólo la fe en su divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Entretanto, esta impresión ha calado hondamente en la conciencia general de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío. […]
En el prólogo de su libro, Schnackenburg nos dice que se siente vinculado al método histórico-crítico, al que la encíclica Divino afilante Spiritu en 1943 había abierto las puertas para ser utilizado en la teología católica (p. 5). Esta Encíclica fue verdaderamente un hito importante para la exégesis católica. No obstante, el debate sobre los métodos ha dado nuevos pasos desde entonces, tanto dentro de la Iglesia católica como fuera de ella; se han desarrollado nuevas y esenciales visiones metodológicas, tanto en lo que concierne al trabajo rigurosamente histórico, como a la colaboración entre teología y método histórico en la interpretación de la Sagrada Escritura. Un paso decisivo lo dio la Constitución conciliar Dei Verbum, sobre la divina revelación. También aportan importantes perspectivas, maduradas en el ámbito de la afanosa investigación exegética, dos documentos de la Pontificia Comisión Bíblica: La interpretación de la Biblia en la Iglesia (Ciudad del Vaticano, 1993) y El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (ibíd., 2001).
Me gustaría mencionar, al menos a grandes rasgos, las orientaciones metodológicas resultantes de estos documentos que me han guiado en la elaboración de este libro. Hay que decir, ante todo, que el método histórico -precisamente por la naturaleza intrínseca de la teología y de la fe- es y sigue siendo una dimensión del trabajo exegético a la que no se puede renunciar. En efecto, para la fe bíblica es fundamental referirse a hechos históricos reales. Ella no cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino que se basa en la historia ocurrida sobre la faz de esta tierra. El factum historicum no es para ella una clave simbólica que se puede sustituir, sino un fundamento constitutivo; et incarnatus est: con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real. Si dejamos de lado esta historia, la fe cristiana como tal queda eliminada y transformada en otra religión. Así pues, si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe cristiana en este sentido, ésta debe afrontar el método histórico. La fe misma lo exige. La Constitución conciliar sobre la divina revelación, antes mencionada, lo afirma claramente en el número 12, indicando también los elementos metodológicos concretos que se han de tener presentes en la interpretación de las Escrituras. Mucho más detallado es el documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia, en el capítulo «Métodos y criterios para la interpretación»” (Jesús de Nazaret. Prólogo. Págs. 7-12).
Y para terminar una sorpresa, presente también en el mismo prólogo escrito por el mismo autor:
“No necesito decir expresamente que este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal «del rostro del Señor» (cf. Sal 27, 8). Por eso, cualquiera es libre de contradecirme.” (op.cit. pág. 20).
©L.A.
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