El cardenal Agustín García Gasco, toledano de Corral de Almaguer, (1931), murió la mañana en que se disponía a asistir a la beatificación del Papa Juan Pablo II. Era el 1 de mayo de 2011. Siendo Arzobispo de Valencia, había asistido a la beatificación el 1 de octubre de 1995 del beato Vicente Vilar David. Un año después nos permitió reproducir este artículo para el libro “No tengáis miedo…” Testigos ante el Tercer Milenio (Zamora 1996).
HOMBRE DE FE
El calendario de los santos y beatos de la Iglesia católica fue enriquecido el 1 de octubre de 1995, cuando Su Santidad Juan Pablo II, beatificó al seglar valenciano Vicente Vilar David, testigo de Cristo en el período de caos político y social de la historia reciente española.
Este acontecimiento, al que la Iglesia entera está vinculada por el gozo de ver a uno de sus hijos agregado al número de los testigos ejemplares de la fe, tiene para nuestra iglesia diocesana de Valencia motivos especiales de júbilo que, unidos a los sentimientos de toda la Iglesia, hacen que esta beatificación sea para nuestra Iglesia particular manifestación de vitalidad ante los desafíos presentes que afectan al anuncio del Reino de Dios y de fuerza renovadora para afrontar los retos del futuro, a los que debe responder, como siempre lo ha hecho, el Evangelio de Cristo (Tertio milenio adveniente, 37).
El júbilo que nuestra Iglesia siente se funda en la proximidad cronológica de la vida y la muerte de Vicente Vilar David; en su origen valenciano, nacido en la ciudad de Manises; en el testimonio de un trabajo fecundo en favor de la Iglesia, de la sociedad y de la persona, corroborado por hombres y mujeres, algunos de los cuales todavía viven, que conocieron y experimentaron su buen hacer.
Al recordar las circunstancias de la vida y de la muerte de Vicente Vilar David, la misma palabra de Dios nos ofrece a todos los creyentes un texto que ilumina la existencia de este testigo valiente dela fe en Cristo entre los valencianos.
“Las almas de los justos están en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos piensan que están muertos, su tránsito les parece una desgracia, y su salida de entre nosotros, un desastre, pero ellos están en paz. Aunque a juicio de los hombres han sufrido un castigo, su esperanza está llena de inmortalidad, y por una leve corrección recibirán grandes bienes. Porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de él. Los probó como oro en crisol y los aceptó como holocausto” (Sb 3, 1-6).
La vida de fe comienza con las aguas del bautismo. Adquiere su desarrollo con los sacramentos de la Confirmación y Eucaristía, llamados juntamente con el Bautismo, de la iniciación cristiana. Nacido a una vida nueva por el agua y el Espíritu (Jn 3, 5), el cristiano recibe los títulos de hombre nuevo (Ef 4, 24) y de justo (Rm 5, 19; 1 Jn 2, 29) ya que ha sido incorporado a Cristo, el hombre nuevo por excelencia y el único justo.
De esta manera, la vida del cristiano es la vida de fe (Rm 1, 17; Ga 3, 11), que en armonía con el crecimiento humano, da desde el principio, los frutos que le son propios: la santidad.
Tal fue el caso de Vicente Vilar David, al que podemos llamar, con justa razón, hombre de fe. Desde muy temprana edad dio muestras de una fe vivida y confesada con autenticidad. Así lo manifiestan: los años de estudio, primero en Valencia y luego en Barcelona, donde obtuvo el título de ingeniero, en los que desempeñó una incesante actividad apostólica; el ejercicio de su profesión, mediante la que buscó un constructivo progreso humano; su condición de empresario, en la que destacó por su empeño por poner en práctica, con los obreros, la doctrina social de la Iglesia; como esposo ejemplar; como ciudadano honesto y colaborador, buscando el bienestar, el orden y la paz común, ya que fue vicepresidente de la Corporación Municipal de Manises; su participación en la vida parroquial, a la que tan vinculado se sentía, a través de movimientos e instituciones como la Adoración Nocturna o el Patronato parroquial de acción social, que él mismo contribuyó a fundar. Todo ello testifica cómo la vida adquiere con la fe una dimensión y una plenitud totalmente nuevas por la ley fundamental del amor: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primer mandamiento y el más importante. El segundo es semejante a este: Amarás al prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se basa toda la ley y los profetas” (Mt 22, 37-40).
La vida del hombre, por muy fecunda y provechosa que humanamente sea, está en manos de Dios. Pues el nacer del hombre es obra del querer divino y su vida está regida por las leyes de la naturaleza -que también manifiestan la voluntad de Dios-, y así, un mandato del Creador devuelve el hombre a la tierra de la que ha sido formado. Dio son desea ni propicia la muerte del hombre, que es consecuencia del pecado. La muerte es el encuentro definitivo con Dios, el paso a la plenitud de la vida, ya que sin él la muerte sería el paso a la desolación de la nada. De esta manera, los acontecimientos sucedidos el 14 de febrero de 1937, que pusieron fin a la vida de Vicente Vilar David, leídos desde la fe, relatan que Dios lo puso a prueba y que recibió su vida como holocausto porque le había hallado digno (Sb 3, 5-6).
[Manises Online conserva esta fotografía del traslados de los restos del beato David Vilar]
Víctima de la injusticia humana, Vicente Vilar David fue ejecutado a causa de sus convicciones religiosas. Su delito fue ser un católico serio, un hombre bueno, un testigo de Cristo hasta el instante final de su existencia. Por ello, la Iglesia nos lo presenta como mártir, pues su sangre derramada, como la de Cristo, para confesar el nombre de Dios revela las maravillas del poder divino, que en la debilidad manifiesta la fortaleza (2 Co 4, 7-11; Misal romano, pref. de los santos mártires).
LAS BEATIFICACIONES DEL PAPA JUAN PABLO II
Los sucesos de la contienda civil española quedan, gracias a Dios, cada día más lejos. Las heridas de aquel drama en el que se vio inmersa nuestra sociedad han quedado cicatrizadas. A ello, pese a lo que se haya podido afirmar, han contribuido decisivamente en las beatificaciones auspiciadas por el ministerio del papa Juan Pablo II. Los mártires de este período de la historia de España son semilla de paz. Todos ellos, a los que hay que unir a Vicente Vilar David, nos han dejado un legado de perdón y reconciliación. Son mártires porque en ellos triunfó la fe hasta el extremo de entregar su vida por ella. Pero no hay triunfo de la fe, donde no haya triunfado también el amor: “Aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan grande como trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas si no tengo amor, de nada me sirve” (1 Co 13, 2-3).
La paz, la concordia y la reconciliación social nacen del amor. Ellas fundan la sociedad que todos deseamos. A hacer real esta sociedad han contribuido los mártires de cualquier época por el ejemplo de su vida, por la valentía con que defendieron sus ideales y por la serenidad y la fortaleza con la que afrontaron su destino. Muchas de las convicciones humanas y religiosas, por las que los hombres y mujeres derramaron su sangre, forman ya parte, gracias a ellos, de los valores personales y sociales de nuestro tiempo. Otros muchos todavía están pendientes de reconocimiento. En este caso, los mártires nos siguen ofreciendo aliento, para que quien trabaja por la civilización del amor y de la vida no sucumba ante las dificultades. En ellos se renueva la esperanza al comprobar que solo cuando el grano de trigo cae en tierra y muere da fruto (Jn 12, 24).
Toda la Iglesia de Valencia está llamada a vivir la beatificación de Vicente Vilar David desde la fe y la alegría. El nuevo beato será un poderoso intercesor, junto a la ya beata Josefa Naval Girbés –también seglar- de toda nuestra Iglesia; pero, de manera particular, lo son de los fieles laicos. Estos dos modelos, Josefa Naval y Vicente Vilar, estimulan a los seglares de nuestra archidiócesis a “considerar la vocación a la santidad, antes que como una obligación exigente e irrenunciable, como un signo luminoso de amor infinito del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad… Ante la mirada iluminada por la fe se descubre un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos -a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre- hombres y mujeres que, precisamente en la vida y en las actividades de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices -por la potencia de la gracia de Dios, ciertamente- del crecimiento del Reino de Dios en la Historia” (Christifideles laici, 17).
De manera particular, quiero dirigirme a los hombres y mujeres de la ciudad de Manises, donde nació y murió Vicente Vilar David. El ejemplo de vuestro paisano tiene que ayudaros a revitalizar vuestra vida cristiana, comprometiéndoos en la promoción cristiana y humana de niños, jóvenes y adultos de Manises, en la implantación de la Doctrina Social de la Iglesia entre los trabajadores de las distintas industrias maniseras y a vivir vuestra vida personal y familiar con la rectitud moral que el Evangelio y la Iglesia nos enseñan.
Le pedimos a Dios que, por el Espíritu de santidad, siga suscitando en nuestra Iglesia testigos del Evangelio que, en el próximo tercer milenio de nuestra era, por la fe y el amor de sus vidas, acerquen cada vez más a la humanidad de Dios.