La figura del editor es una de las de mayor relieve en el periodismo: es él quien corrige o revisa los artículos, realiza cambios o propone mejoras a los textos, da formato según la especificidad del medio de comunicación para el que trabaja, elige o aprueba las imágenes que acompañan las informaciones, etc.
Lo que un día fue una profesión «exclusiva» hoy parece ser lo habitual en la dinámica de la web 2.0, es decir, de internet como interacción mundializada o red social.
Cualquier persona con un blog, con un perfil deFacebook, con un usuario registrado en Google+,LinkedIn o un account en Twitter, deciden por sí mismos qué publican y qué no. Deciden sobre las imágenes que comparten, las ideas que aportan, el vocabulario empleado para transmitir sus opiniones, sobre lo que les gusta y lo que no… Y todo eso con una finalidad: que su mensaje llegue a alguien más.
En cuanto profesión, el periodismo se entiende como un broadcasting, como transmisión, mientras que el compartir contenidos (en no pocas ocasiones con mayor popularidad que las noticias de fuentes periodísticas) se concibe precisamente como un mero «compartir», como un sharing.
Yendo más allá de la problemática en torno al considerar o no el así llamado «periodismo ciudadano» (e-citizen) como auténtico periodismo, hay un valor común compartido entre el broadcasting y el sharing: la verdad.
Se suele exigir de los medios de comunicación informaciones verdaderas y ciertamente existe un derecho por parte de los ciudadanos a recibir noticias con esa característica. De otro modo hay consecuencias (como se ha visto con la renuncia del director general de la BBC, George Entwistle, a raíz de la transmisión de un documental donde se falsamente acusaba de abuso sexual infantil a Lord McAlpine, político del Partido Conservador en el Reino Unido).
¿No es la verdad –traducida en autenticidad– lo que también debe aplicarse y exigirse de los perfiles personales en las redes sociales? ¡Cuántas veces se seleccionan las fotografías donde el usuario aparece mejor presentado (cuando no se recurre al photoshop para retocarlas adecuadamente) con el fin de agradar, se construyen currículos que distan mucho de lo que en verdad se ha estudiado o logrado o se opina sobre temas que no se conocen! Otras tantas veces el lenguaje es todo menos respetuoso e incluso se llega a justificar la mentira en la intención de ganar un «me gusta», un «retuit» o un comentario.
Entre los chistes «digitales» circula uno que recoge de forma simpática lo que se ha querido evidenciar: en Facebook todos son guapos, en Twitter todos son inteligentes, en Instagram todos son fotógrafos y en LinkedIn todos están titulados…
El deseo de compartir y que lo compartido sea de relevancia para alguien puede derivar en la construcción de un perfil público artificial donde el centro de atención, en definitiva, no es uno mismo sino una invención gestionada. En el fondo, podría ser la manifestación de una insatisfacción consigo mismo, el tener que recurrir a la mentira para ganar con ella lo que no se puede lograr mostrándose tal cual se es. Y una persona así, ¿es digna de credibilidad?
Es comprensible que se busque que lo que uno dice o hace en los espacios digitales sea relevante para terceras personas, pero no está dicho que la popularidad en lo compartido sea necesariamente un reflejo de la importancia que muchos puedan tener sobre la persona que puso on line determinado contenido. En no pocas ocasiones, un sincero “me gusta” dicho de palabra o unos pocos “retuits” transformados en tema de conversación dicen más que millones de interacciones en torno a una imagen y no a la persona que pudo en línea la imagen.
El ser editores de nosotros mismos implica no sólo el arte de saber qué se sube a la red sino también el de la moderación en torno a las expectativas sobre lo compartido. Y ciertamente el contenido invita a pensar en la autenticidad como principio de comunicación. De otro modo, ¿cómo podemos esperar el interés sincero del otro, el relieve del periodismo, si el punto de partida es una mentira?