"Hija, tu fe te ha salvado;
vete en paz y seas curada de tu mal".
(San Marcos 5, 34)



Aquella mujer, a rastras de la tierra
y de su existencia, a empujones de amor
se abría paso hacia el Mesías.
Sus dedos vislumbraban toda la teología,
y su cuerpo temblaba de Infinito
entre el fragor de la voluble muchedumbre.
Sus pies, firmes en la fe,
avanzaban por los siglos de los siglos.
Y su alma jadeaba en ese postrero esfuerzo.
No podía más, ya no. Estiró su brazo
hacia Dios, prolongó a lo largo de la historia su creencia.
"Y tocó su vestido", en un resplandor de gracia.
Entonces el Mesías se paró en seco. Y nos miraba.
¿Quién era ella? ¿Quién soy yo?
¿Quiénes somos todos, queridos lectores?
El flujo de sangre es universal.
El escepticismo es universal. Y la angustia,
y esa amargura que no cesa.
¿Cuándo nos atreveremos
a tocar a Dios en su misericordia,
como aquella mujer, a la que ya no le quedaba nada?