Santa Catalina de Siena (III)
“Y no tarde más”
El Papa tenía muchos motivos para permanecer en Aviñón. La corte papal desaconsejaba su regreso. Italia se hallaba convulsionada. Gregorio XI dudaba. Sin embargo, prevaleció la voz de Catalina de Siena, quien no había alcanzado aun los 30 años de edad.
Catalina recibe los estigmas durante la misa en la iglesia de santa Cristina, en la ciudad de Pisa.
Los estigmas
Buena parte del año 1375 Catalina lo pasó fuera de Siena, yendo de aquí para allí. El domingo de Ramos se encontraba en la ciudad de Pisa junto a un grupo de amigos. La acompañaba Lapa, su madre, la cual, después de haber perdido ocho nietos, había resuelto volverse también ella una Mantelata –una de las del Manto- es decir, una Hermana de la Penitencia, como su hija Catalina.
El grupo se encontraba participando de la misa en la iglesia de Santa Cristina. Luego de comulgar, como tantas otras veces le había sucedido, Catalina entró en éxtasis prolongado. La vieron luego levantarse un poco y extender los brazos hacia adelante, mucho tiempo, hasta que finalmente cayó como fulminada. Dijo luego a su confesor Raimundo de Capua: “ahora llevo en mi cuerpo sus sagradas llagas. He visto a nuestro Señor Crucificado descender de la Cruz y acercarse a mí, circundado de una luz grande y maravillosa. […] De las cinco heridas sagradas descendieron cinco rayos bermejos dirigidos hacia mí, sobre mis manos, sobre mis pies y sobre mi corazón. Comprendí y grité: ‘Señor, no permitas que estas señales sean visibles a los ojos de los hombres’. Y, mientras estaba hablando, aquellos rayos bermejos cambiaron en un esplendor maravilloso y se posaron sobre mí…”.
Un poco de paz
Desde Pisa se resolvió a visitar, junto a un grupo de veinte personas, el monasterio de monjes cartujos establecido en la isla de la Gorgona. El prior, que había invitado a Catalina muchas veces, se alegró agradecido al ver que cedía a su pedido de predicar para los monjes, quienes quedaron admirados del conocimiento y la sabiduría de las palabras de la Mantelata.
Le rogaron que dejara allí su pobre capa, la cual deseaban conservar como una preciosa reliquia que rememorara aquellas horas tan anheladas y felizmente celebradas, gratas horas que como una marejada de misterio y belleza arrimaban al corazón de Catalina el espacioso mar luminoso, profundo y abierto, que le inspiraron nuevos apelativos para susurrar a Dios: “mar pacífico”, “mar placentero”…
Pero ni los viajes en compañía de los buenos amigos y de Lapa, ni las peregrinaciones, ni los días de retiro y sosiego que deparan una hermosa isla, ni los favores divinos, podían alejar a Catalina de los espesos nubarrones que se cernían sobre la iglesia en Italia. Así, en el cruce de los contrastes, se tejía el tiempo de su vida, y también el de su época. La peste del año 1374 se multiplicaba ahora en la carestía, como consecuencia de la pobre recolección de trigo, avena y cebada, pues se echaban de menos los brazos y las manos que trabajasen los campos.
Los extranjeros
Las tensiones y recelos entre las ciudades rivales se exacerbaban, y se hacía necesario comprar productos en el extranjero, y afrontar la suba notable de los precios. La rivalidad entre la rica ciudad de Florencia y la Santa Sede se tornó sumamente delicada. Una liga de ochenta ciudades, fortalezas y pueblos, en contra del Papa, fue constituida por Florencia, que arengaba con este eslogan: “Únanse a Florencia para combatir a los extranjeros”. Los extranjeros eran el Papa y los cardenales, pues la corte del Sumo Pontífice se encontraba en Aviñón, Francia, desde 1309, desde hacía sesenta y cinco años. Sumamente afectada, Catalina dijo: “Ahora el que se porta así es el laicado, pero dentro de no mucho verán también al clero culpable del mismo delito”. Predecía, de esta manera, el gran cisma de Occidente (1378–1417).
Palacio de los Papas en Aviñón (Francia)
En tanto los florentinos presionaban a las demás ciudades a sumarse a la Liga, y enviaban emisarios para tal fin, Catalina, por su parte, intercedía y exhortaba todas las veces que fueran necesarias a mantenerse fiel a la Iglesia. A los gobernantes de la ciudad de Luca les escribía: “Y si ustedes me dijeran: ‘Parece que ella [la Iglesia] se viene a menos, y no parece que se pueda ayudar, como tampoco a sus hijos’, les digo que no es así, aunque ése parece bien el aspecto de fuera. Oh, mira adentro, y encontrarás aquella fortaleza, de la cual está privado su enemigo. Ustedes saben bien que Dios es el que es fuerte y toda fortaleza y virtud procede de Él”.
Virilmente
Hacia fines de 1375, o tal vez comienzos del año siguiente, Catalina escribió una carta al Papa Gregorio XI, la primera de muchas que estrecharían el vínculo entre ambos, y que prepararon los encuentros personales que tuvieron lugar en el Palacio de los papas en Aviñón. En el corazón de la santa imperaba el deseo de que el papa regresara a Roma:
“Y no tarde más, ya que por tardar han acaecido muchos inconvenientes; y el demonio se ha levantado y se levanta para impedir que esto se haga, porque se percata de su daño. ¡Arriba, pues, Padre! y no más negligencia. […] Confórtese, confórtese y venga a consolar a los pobres, a los siervos de Dios e hijos suyos. Lo esperamos con afectuoso y amoroso deseo”.
La autoridad de Catalina le permitía no sólo amonestar a quienes se confabulaban contra el Papa, sino que sus reconvenciones alcanzaban al mismísimo Santo Padre. Enterada del reciente nombramiento de varios cardenales, varios de ellos parientes del Papa, la santa le escribía así: “Aquí he oído que ha hecho Cardenales. Creo que sería honra de Dios, y mejor de nosotros, que cuidase siempre de hacer a hombres virtuosos. Si se hiciere al contrario, será gran vituperio de Dios y daño de la santa Iglesia. No nos maravillemos después si Dios nos manda las disciplinas y sus flagelos; ya que es justa cosa. Le ruego que haga virilmente lo que tiene que hacer, y con temor de Dios”.
El convulsionado ambiente italiano desembocaba fatalmente en la guerra. En tanto Florencia conseguía someter algunas ciudades, Gregorio XI anunciaba su regreso a Roma e imponía una serie de restricciones a la vida religiosa florentina que afectaba profundamente la vida espiritual de los creyentes y su participación en los sacramentos de la Iglesia. Ante la escalada del conflicto, Catalina no dejaba de implorar a Gregorio XI que actuara con misericordia, al modo de Cristo, ni de pedir al gobierno de Florencia que desandara sus caminos que lo apartaban de la Iglesia. Primero la ciudad rebelde, y luego el Papa, confiaron a ella la mediación de la paz, por lo cual la santa se desplazó a Aviñón, donde pudo finalmente reunirse con el Papa en varias oportunidades, además de dirigirse a él por medio de cartas, ya que las audiencias que podía conseguir no eran todas las que ella habría deseado.
Los miedos de Aviñón
A pesar del anuncio público hecho por el Papa, su real voluntad de regresar a Roma era frágil y titubeante, y una parte de los intereses de la corte papal no deseaba moverse un centímetro de Aviñón. Además de los apegos familiares y de las naturales raíces en las costumbres y el quehacer administrativo que se habían ido arraigando en la localidad francesa por más de sesenta años, asuntos morales más oscuros, ligados a algunos prelados y hasta a algún cardenal y sus sendas amantes, retenían ligada a la corte papal al suelo más cómodo, sensual y refinado de Aviñón.
El entorno del Papa lo prevenía contra el regreso a la Ciudad Eterna, colmada de peligros e inseguridades, rebeliones y violencias, minada por las acechanzas, el arte para conspirar y las complejas y sutiles maniobras de los experimentados romanos, por lo demás incomprensibles para la corte francesa. Aseguraban a Gregorio XI que ya existía en Roma un firme plan para asesinarlo por envenenamiento del que sin duda no podría escapar. Hay que sumar a todo esto el carácter más reflexivo y analítico del Papa, más dado a la ponderación diversa de cada aspecto de la decisión a tomar, lo cual tendía a retardar un posible regreso.
La mula blanca
Ése fue el papel decisivo desarrollado en Aviñón por Catalina. Ella proporcionó el consejo que necesitaba Su Santidad, y, sobre todo, la total confianza en la Providencia divina y en los planes de Dios, sin importar ni medir dificultad ninguna. “¿No recuerda, Santidad, la promesa que hizo al Señor cuando aún era cardenal?”, le preguntó Catalina. ¿Pero cómo sabía ella de aquellas palabras pronunciadas al Señor en la soledad de una oración, en la que le había manifestado su deseo de volver a Roma en el caso de que de él dependiera tal suceso?
Fue así que un 13 de setiembre Gregorio XI y su corte emprendieron el regreso. Al desembarcar en Génova, el Papa fue informado que la guerra con los florentinos le era desfavorable y que Roma se encontraba en rebelión. El consejo de cardenales, como una sola voz, le expresó su deseo de retornar a Aviñón y abandonar aquella aventura. Gregorio sintió flaquear. Sabía que Catalina estaba en Génova, que había llegado unos días antes y se hospedaba en el palacio Scotti. Necesitaba hablar con ella. De modo repentino, disimulado entre las ropas de un sacerdote común y sin concertar el encuentro, sin etiqueta ninguna, el Papa se le apareció sorpresivamente a Catalina, quien, desbordada de emoción, se postró ante Su Santidad. Conversaron allí durante un rato. Gregorio salió de la entrevista con el ánimo sereno y determinado. El 17 de enero de 1377 el Papa entraba en Roma montando solemnemente una mula blanca. El pueblo estaba feliz, y rodeó en la tarde jubiloso al Pontífice en la plaza de San Pedro. Una multitud de antorchas multiplicaron la alegría por la noche. El Papa volvía a casa.