Tanto mayor será nuestro consuelo, cuanto la conciencia de nuestras buenas obras nos promete, después de la muerte, una recompensa mayor. Los paganos ya tienen su consuelo, pensando que la muerte será un descanso para todos nuestros males. Y como se ven privados de gozar de la vida, piensan que quedarán liberados de toda posibilidad de sentir el dolor de las interminables y duras penas de esta vida. Pero nosotros, que tenemos que tener el espíritu más elevado, a causa de la esperanza de una recompensa, debemos soportar mejor nuestro dolor, gracias al consuelo que nos espera. Parece que los que han muerto no están lejos de nosotros sino que nos preceden, la muerte no nos los quita, sino que los recibe la eternidad (San Ambrosio de Milán, fragmento del texto sobre la muerte de su hermano)
Hoy celebramos la fiesta de los Fieles Difuntos. En ella recordamos a todas aquellas personas que han fallecido y que necesitan de nuestras oraciones. Los cementerios se llenan, pero no tanto como hace años. Poco a poco vamos olvidando a nuestros difuntos, ya que el recuerdo de la muerte resulta duro para el ser humano contemporáneo. Tendemos a paganizarnos y a entender la muerte como un final y no como una esperanza.
San Ambrosio no dice que quienes lloran la muerte es por la “dureza de su corazón que no les permite creer”. Todos los seres humanos creemos en algo, incluso quienes no creen en Dios, necesitan una confianza en su increencia. También hay personas que creen que tras la muerte hay “algo” que desconocen. El cristiano no sólo confía en que tras la muerte haya “algo”, ya que su confianza se complementa con el don de la Fe para amalgamarse en Esperanza. Los cristianos no vivimos esperando la muerte, sino que vivimos sabiendo que cada minuto de nuestra existencia tiene un sentido y que tras la muerte este sentido se desvelará de forma plena.
Por todo esto, el día de los Fieles Difuntos es un buen momento para reflexionar sobre nuestra vida. En el Ángelus de antes de ayer Benedicto XVI nos decía:
“En el mundo terrenal, la Iglesia es el inicio de este misterio de comunión que une la humanidad, un misterio totalmente centrado sobre Jesucristo: es Él quien ha introducido en el género humano esta dinámica nueva, un movimiento que lo conduce hacia Dios y al mismo tiempo hacia la unidad, hacia la paz en sentido profundo. Jesucristo - dice el Evangelio de Juan (11,52) - ha muerto « para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos», y ésta su obra continua en la Iglesia que es inseparablemente «una», «santa» y «católica». Ser cristianos, formar parte de la Iglesia significa abrirse a esta comunión, como una semilla que se abre en la tierra, muriendo, y germina hacia lo alto, hacia el cielo.”
Su Santidad nos muestra otro elemento sobre el que reflexionar: “formar parte de la Iglesia significa abrirse a esta comunión”. Ya no sólo se trata de vivir individualmente según el plan de Dios, sino vivir dentro de la comunidad que amplía el sentido de de vivir a una nueva meta: compartir lo que somos dentro de la Iglesia. Así cobra un sentido adicional lo que Cristo nos indicó: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” (Mt 16,24) ¿Qué mejor forma de negarse a uno mismo que compartirse y vivir en comunidad, sin dejar de llevar sobre el hombro la cruz que cada porta. Como dice el Santo Padre, “formar parte de la Iglesia significa abrirse a esta comunión, como una semilla que se abre en la tierra, muriendo, y germina hacia lo alto, hacia el cielo”.