Seguro que todos Vds. han estado últimamente en algún entierro, en algún funeral, en alguna conversación simplemente donde alguien lo ha terminado soltando: “ha sido una muerte injusta”, aplicado a cualquier muerte excepto eso sí, la del pobre anciano ajado por la edad y doblado por el tiempo, convertida, por el contrario, en la “muerte justa” por antonomasia. Con la misma repetitividad con la que las top model del mundo entero repiten de manera cansina y ya casi inconsciente cuando les preguntan qué es lo que le piden a un hombre, “que me haga reír” (cuando probablemente es lo último que le pidan, ya que de ser ello cierto, estarían todas casadas con payasos), ante el espectáculo incomprensible de la muerte nos ha dado ahora a los humanos por juzgarla como justa o injusta. Así que la pregunta que me formulo hoy es, precisamente, esa: no tanto que le pediría yo a un hombre, al que desde luego no le pido que me haga reír, pero sí “¿de verdad puede ser injusta la muerte?”
Pues bien, no. Matar puede ser injusto, matar de hecho es casi siempre injusto: matar a un niño, matar a un no nacido, matar a un viejo, matar a una mujer, matar a un hombre, ¡¡¡matar al más culpable de los seres humanos!!! Matar siempre es injusto. Puede ser excusable (la legítima defensa, la guerra), pero nunca justo, a lo sumo, y a veces, muy pocas veces, justificable.
Pero morir no. Morir nunca es injusto. Tampoco es justo. Morir es lo que nos iguala a todos, bien que no todos vivamos ni la misma muerte ni la muerte de la misma suerte: la de unos puede ser dolorosa, la de otros indolora; la de unos puede ser repentina, la de otros esperada; la de unos puede ser temprana, la de otros tardía; la de unos puede ser absolutamente inoportuna, la de otros menos (ninguna muerte es precisamente oportuna). Pero la muerte es eso que nos iguala a todos, y la que no se detiene ni ante ricos ni pobres, ni ante sabios ni tontos, ni ante guapos ni feos; ni ante altos ni bajos… ni ante justos ni pecadores.
La muerte no puede ser justa o injusta, como no puede ser ni blanca ni verde, ni gorda ni delgada, ni malgache ni filipina. Es absurdo juzgar a la muerte como justa o como injusta: lo es desde el ateísmo, donde no existe juez alguno que pueda decidir la muerte o la supervivencia de una persona. Pero lo es más aún desde la fe, donde a Dios se le suponen designios insondables que trascienden a todo plan humano.
Si algo enseña precisamente el mensaje cristiano, es que la justicia vendrá tras la muerte, pero que ni el éxito ni el fracaso en este mundo se corresponden para nada con la justicia o la injusticia de nuestras acciones. Y la muerte es la más mundana de las acciones humanas; la última, desde luego, pero la más mundana también.
Si algo enseña precisamente el mensaje cristiano, es que la justicia vendrá tras la muerte, pero que ni el éxito ni el fracaso en este mundo se corresponden para nada con la justicia o la injusticia de nuestras acciones. Y la muerte es la más mundana de las acciones humanas; la última, desde luego, pero la más mundana también.
©L.A.
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