Eckhart nació cuando Santo Tomás estaba en la plenitud de su magisterio. Continúa la tradición dominicana en la que la acción salvífica viene de Dios. Por eso, para él, el quehacer del hombre y su esfuerzo no llegan a nada en orden a la salvación. Las obras no tienen ningún valor de santificación sino que debemos nosotros santificarlas a ellas.
Hay una larga y arraigada tradición espiritual según la cual el don del Espíritu Santo, es decir, la santidad viene por el crecimiento de las virtudes. En realidad este lenguaje choca con el del evangelio. Allí el Reino de Dios, o sea el don de Dios, está reservado a los sencillos y a los pequeños y pobres que se dejan hacer y nacer de nuevo. Eckhart lo explica de otra manera que la tradición. Para él no hay un paso automático de la virtud al don sino que es éste el que tiene que redimir la malicia de la virtud que siempre lleva adherida restos de humanidad y de esfuerzo. Es necesario hacerlas mucho más gratuitas para no caer en el fariseísmo y en el protagonismo de la propia salvación. Con otras palabras las virtudes hay que convertirlas en frutos del Espíritu. Por eso dice que no son las obras o las virtudes las que nos santifican sino que debemos nosotros santificarlas a ellas.
Tanto él como sus discípulos Taulero y Enrique Susón no están canonizados por sospechas de la Inquisición. Sin embargo, el paso del tiempo no ha hecho nada más que acrecentar su importancia. Ahora bien, a nosotros nos interesan estos personajes como testigos de la tradición dominicana en la que la santidad consiste en mirar a Dios y contemplarle. Uno de los lemas de la Orden es contemplata aliis tradere, es decir, dar a los demás lo contemplado. El dominico valora las virtudes y esfuerzos humanos que ya en lo puramente humano forman personalidades consistentes.
De ahí que Eckhart tuviera ciertos problemas al llevar este pensamiento hasta el extremo. En su estilo apofático o cotradictorio dice por ejemplo: En toda obra mala, tanto de pena como de culpa, reluce y se manifiesta la gloria de Dios, ya que la luz resplandece en las tinieblas (Exp. In Joh.,LW III, 494). Más adelante sigue diciendo: Así mismo, cuando uno blasfema al mismo Dios, cuanto más blasfema más gloria da a Dios, ya que la blasfemia al Dios de cada uno lo que hace es ensalzar al Dios inmenso e incognoscible. Es cierto que en una blasfemia el que queda en ridículo es el blasfemo. Igualmente dice: El que pide “esto” o “aquello”, pide malamente algo malo, porque la multiplicidad le aleja del Uno que es el Bien (Ibid. 611). Por eso el carismático, cuando ora en lenguas, se junta con el Uno, porque no pide nada en concreto para dejar que Dios, que conoce lo que es bueno, actúe.