Santo Tomás de Aquino es el segundo y principal testigo de esta tradición. Era aristotélico hasta los tuétanos. Por eso valoró el comportamiento humano e insertó en el cristianismo el tratado de las virtudes morales comentando y cristianizando las que ya había tratado magistralmente el pensador pagano griego. Sin embargo, vio claro el límite de las virtudes y que sólo llegan hasta donde llegan. Un hombre totalmente virtuoso no es sin más un hombre santo. De la máxima virtud jamás se llega automáticamente al don, ya que se trata de ondas distintas. Ni siquiera las virtudes infusas consiguen este salto porque es cualitativo.
Esta postura de Santo Tomás encaja perfectamente en la corriente espiritual iniciada por Santo Domingo. Para colocarnos en el tiempo quiero hacer unas breves anotaciones. Santo Domingo murió el año 1221. Santo Tomás nació en 1224, tres años después. [1] Su familia pertenecía a la nobleza napolitana. Hijo del Conde Landolfo de Aquino, estudió en la Abadía de Montecasino y después en la Universidad de Nápoles. En el año 1244 tomó el hábito de la Orden de Predicadores y conoció a otro gran dominico y doctor de la Iglesia San Alberto Magno, con quien estudiaría en Colonia.
Pese a las carencias de la época, Santo Tomás tuvo la iluminación suficiente para darse cuenta de que sin la actuación del Espíritu y sus dones era imposible la santidad. Esta no se identifica con la perfección en algún comportamiento o el cumplimiento de leyes y adquisición de virtudes. Santo Tomás apostilla genialmente: la ley nueva es la gracia del Espíritu Santo. Su atrevimiento al decir esta frase sólo se explica por la fuerza del don, un precioso don de inteligencia. Con esto queda superada la ley y el Antiguo Testamento; ya no valen sus preceptos y criterios. La santidad ahora pertenece al orden de la gracia y se realiza no en alguna abstracción moral sino en el encuentro con Jesús, el hombre Jesús, único mediador entre Dios y los hombres. La gracia del Espíritu Santo nos lleva a ese encuentro. No con Jesús de Nazaret sino con el Resucitado que, aunque es el mismo, ya ha sido constituido Señor y su nombre ha sido declarado como el único en quien podemos salvarnos. Por Jesús, camino, verdad y vida llegamos al Padre y a la Trinidad. Ahora bien, como dice San Pablo, “nadie puede decir Jesús es Señor si no es con el Espíritu Santo”.
Otras teologías hacen depender la santidad de las propias obras. El esfuerzo lo cargan en uno mismo de modo que sólo a base de ganar méritos y pureza con tus sacrificios se llega a Dios. Es uno el que busca a Dios, el que se gana su propia salvación. De esta manera a Dios no le queda otro trabajo que el de juzgarnos. Según esta opinión, Cristo nos ha redimido para abrirnos las puertas del cielo pero el esfuerzo y el mérito de llegar a él dependen de ti, de tu esfuerzo, de tus cruces, de tus sufrimientos, de tus ofrecimientos. La batalla contra el mundo, el demonio y la carne es obra de cada uno aunque suele apostillarse: ”con la ayuda de Dios”. En realidad el protagonismo es de cada uno aunque Dios nos eche una mano.
Sin embargo, en esta elección actúa el Espíritu Santo y la quieres por encima de todo. Intuyes y experimentas los bienes que te reporta y te hace feliz. Te das cuenta de que merece la pena seguir la aventura del Espíritu. Al venir de arriba la salvación y, al apreciarte pobre y pecador, sientes que estás protegido, que eres amado, que no estás solo, que tienes dueño y, con ello, se te van todos los problemas metafísicos de la vida y te entra una alegría y paz tan profundas que nada ni nadie te las puede arrebatar. Para los dominicos esta acción previa de Dios está en la raíz de toda nuestra filosofía y teología. No es teórica sino que se realiza en nuestra carne pasando por la de Cristo.
Este encuentro con Jesús se da en las virtudes o vivencias teologales fe, esperanza y caridad que son infundidas en nosotros por el Espíritu y perfeccionadas por sus dones. La fe nos hace creer en Jesús y en su misterio pascual, la esperanza nos hace desearlo y la caridad amarlo con todo el ser.
Este Jesús mediador es el hombre Jesús. Dice Pablo: Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos (1Tm. 2, 5). San Agustín dice en sus Confesiones, 18: Yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Santo Tomás dice que adherirse a la humanidad de Jesucristo es una pedagogía sumamente adaptada para conducirnos a la divinidad, es como un guía que nos lleva de la mano (II-II, 82, 3, ad 2). San Bernardo prorrumpe sobre el nombre de Jesús: Todo alimento es desabrido si no se condimenta con este aceite; insípido, si no se sazona con esta sal. Lo que escribas me sabrá a nada si no encuentro el nombre de Jesús. Si en tus controversias y disertaciones no suena el nombre de Jesús, nada me dicen. Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, júbilo en el corazón[1] Santa Teresa añade: Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia. Hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos[2].
Nuestra salvación ha sido realizada en el cuerpo de carne de Cristo. Si no se nos revela este misterio de humanidad, el oír y decir Misa se nos queda truncado. ¿Qué es lo que ofrecemos en ella? ¿En qué se basa la alianza divina? ¿Qué es lo que comulgamos? No me veo diciendo Misa sin ofrecer el sacrificio del hombre Jesús. En su cuerpo pobre y crucificado veo el mío lleno de heridas y enfermo. Veo la pobreza de la humanidad, la atadura de la droga, la crueldad del cáncer, el morbo del pecado, la impotencia ante mi futuro, veo mi vida y la tuya. Lo que pasa es que la carne de Cristo no sólo está sanada sino que es divina. Si no, ¿cómo podría adorarla? La adoración le pertenece sólo a Dios. En esa divinidad de la carne y sangre de Cristo está la mayor esperanza de lo que sucederá con la mía. Me hace bien adorarla. En la Misa, que es la entrega y el sacrificio de lo humano a Dios, veo yo el trueque que nos sana y nos diviniza.
Es de tener también en cuenta la humildad del Espíritu Santo que siendo Dios y pudiendo venir a nosotros como quisiera lo hace sólo a través de la humanidad de Jesucristo. En este mundo no hay nada de Espíritu Santo, es decir, nada divino, que no pase por Jesús. La tarea de este Espíritu es hacernos amar y comprender las maravillas que Dios ha realizado para nosotros en el hombre Jesús, divino y adorable a la vez, que ha sido concebido por Dios para poder estar de este modo tan cerca de nosotros.
[1] San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Sermón 15, 6. BAC, Madrid, 1987, pg. 227
[2] Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, cap. 22