“Jesús empezó a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho... y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ‘¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte’. Jesús se volvió y dijo a Pedro: ‘¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!’”. (Mt 16, 21-23)
No debería ofrecer dificultades aceptar que Dios, el Creador, es más inteligente que el hombre, la criatura. Sin embargo, en cuanto no entendemos algo, pensamos que o Dios no existe, o no se interesa por nosotros, o se ha equivocado. Esto lo pensamos especialmente cuando algo nos hace sufrir, cuando se presenta la Cruz con alguno de sus mil rostros: la enfermedad, la muerte, los problemas afectivos o los del trabajo.
Deberíamos intentar tener la inteligencia de Dios, es decir, deberíamos imitar al Señor, que no eligió el camino de lo fácil, del éxito, del milagro, para resolver todos los problemas y redimir a la Humanidad, sino que escogió el camino de la Cruz.
Por lo tanto, cada vez que algo no vaya bien en nuestra vida, sea pequeño o grande, no maldigamos nuestra suerte, ni nos consideremos desgraciados; más bien, seamos conscientes de que se nos acaba de otorgar un gran tesoro: el de poder colaborar con Cristo en la redención. Y pensemos que, con mucha frecuencia, después de las crisis vienen las soluciones y éstas no podrían haber llegado si no hubiera sido por aquellas. Tras la Cruz vino la Resurrección.
Por último, no olvidemos que en esa misma cruz, nuestra cruz, podemos unirnos al Señor, que está presente allí, en el dolor, de forma misteriosa pero real, como Él mismo dijo.