En un interesante y extenso artículo sobre el Beato Anselmo Polanco y Fontecha, escrito por José Javier Echave-Sustaeta del Villar para la revista Cristiandad (10/1995), se recoge el texto de la Carta Pastoral que el 14 de marzo de 1937, Domingo de Pasión, escribe el Obispo mártir. Allí habla de las penalidades de los sacerdotes perseguidos y pide perdón para los perseguidores, siguiendo el ejemplo de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
A dos kilómetros del frente
En el verano de 1936, fray Anselmo ve, como todos, llegar la tormenta, y fiel a su lema episcopal quiso preparar sobrenaturalmente a sus sacerdotes con ejercicios espirituales, pero como no tenía dinero para mantenerlos, escribió a su amigo Manuel Irurita, obispo de Barcelona, quien a vuelta de correo le envió mil pesetas. Con ellas pudo encerrarse una semana con sus sacerdotes en el seminario. A los pocos días se produjo el Alzamiento y se desencadenó la guerra.
Su sede de Teruel quedó en el frente, a dos kilómetros de la línea de fuego. Voces prudentes le aconsejaron retirarse a zona más segura, ante el inminente peligro de caer en manos del enemigo. Su respuesta fue: “¿Te parece digno que abandone yo a mis ovejas en tales momentos, sólo porque merodea el lobo por las cercanías del aprisco?”.
A los sacerdotes que no tenían cura de almas en la ciudad les permitió marchar, pero él se ofreció al sacrificio voluntariamente. Ocasiones de abandonar la diócesis no le faltaron. El frente se hallaba estabilizado cuando en marzo de 1937 viajó a Valladolid al entierro de su obispo. Comenzaron a sonar voces con su nombre como sustituto, pero rechazó toda insinuación. Visitó a su anciana madre en el pueblo, que le despidió con estas palabras: “-Anselmo, tú a ser bueno. La obligación ante todo. Tu sitio está allí, donde te necesitan”.
En agosto su santa madre enfermó gravemente. Quiso viajar en tren, pues no quería gastar en un coche. Le disuadieron por la urgencia y llegó a tiempo de darle la extremaunción, falleciendo en el Señor el día de la Asunción de María. Se entrevistó con Monseñor Antoniutti, delegado oficioso del Papa, quien le rogó porfiadamente que no volviera a Teruel, al igual que otros muchos amigos que alegaban que otros dignísimos prelados habían trasladado provisionalmente su sede a zona segura, a los que respondió: “Tendrán seguramente razones que yo no tengo”. Pero al replicarle que una cosa era el valor y otra la temeridad, contestó: “Si eso valiera, nadie quedaría en las trincheras ni en los frentes de batalla. Mi trinchera y mi aprisco es Teruel”.
14 de marzo de 1937
Desde la perspectiva agustiniana de la teología de la Historia, confortó a sus diocesanos sobre la causa y el sentido de tanto sufrimiento y calamidad, pero, sobre todo, les alentó en la confianza en la providencia amorosa de Dios con nuestra patria.
Dios permite la persecución y la guerra para obtener mayores bienes.
“En la guerra cruentísima que se ha librado y aún está librándose en el suelo español entre los defensores de la Religión, de la Patria y del orden y quienes alardean de llamarse a sí mismos los sin Dios y sus aliados, no han sido nuestras Diócesis de Teruel y Albarracín las menos castigadas por el temible azote. Ya desde los comienzos de la lucha fueron invadidos la mayor parte de los pueblos por las hordas marxistas que a mansalva cometieron toda clase de atropellos y crímenes, habiendo sido las personas y cosas sagradas el blanco principal del su furor. No pocos sacerdotes -ignórase todavía el número fijo- murieron mártires de la fe, otros viéronse precisados a huir para conservar la vida llegando a nuestra ciudad harapientos y maltrechos con el terror y el espanto pintados en el semblante, sin hábitos talares y privados de recursos; bastantes debieron errar vagabundos y ocultos por riscos y breñas a fin de escapar a la ira de sus perseguidores; en suma: cabe aplicar a estos ministros del Señor lo que dice San Pablo en su Epístola a los Hebreos: Sufrieron escarnios además de cadena y cárceles (…) cayeron a filo de espada, anduvieron girando de acá para allá (…), desamparados, angustiados, maltrechos, yendo perdidos por las soledades y montes y recogiéndose en las cuevas y cavernas de la tierra. Y todo ello ¡por el grave delito de ser representantes de un Dios de bondad y amor...!”
“Amadísimos Sacerdotes, ¡víctimas inocentes de la barbarie roja!, a imitación del Príncipe y modelo de Sacerdotes Cristo Jesús, ofreced vuestros trabajos y penalidades por esos pobres desgraciados y suplicad con el divino Maestro: Padre mío, perdónales, porque no saben lo que hacen”.
En los planes de la Providencia la guerra es una prueba y un castigo
“Las calamidades que se han cebado en España constituyen una prueba y un castigo. Toleraremos la primera, acatando los designios del Omnipotente: ¿quién sería tan necio y osado que le pidiese cuentas de sus disposiciones? Bástenos la certeza de que ni la hoja del árbol se mueve sin la intervención de la voluntad divina y que todos los acontecimientos, así prósperos como adversos, contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos que Él ha llamado según su decreto para ser santos”.
“El dolor purifica y eleva, es el instrumento que diestramente manejado por la mano del Soberano Artífice transforma las almas y las perfecciona, modelándolas y haciéndolas conforme a la imagen de Cristo crucificado. Para encajar en el edificio místico de la Iglesia a manera de piedras vivas que le hermoseen y engrandezcan, es precisa la operación previa de pulimento, la cual sólo puede conseguirse a golpes del martillo de la tribulación. ¡Benditos trabajos de les que provienen tan señalados beneficios!”.
“Prosigamos ahondando en el estudio del porqué de la tribulación. Esta, además del carácter de prueba, que se verifica principalmente en los justos, tiene el de castigo respecto de los pecadores. Al sometemos a ella, Dios se propone nuestra enmienda y conversión. No rehúses la corrección del Señor ni desmayes cuando Él te castigue, porque obra así en los que ama y en los cuales ha puesto su afecto como un padre en sus hijos. A los descarriados, reacios a las insinuaciones persuasivas con que intenta inducirlos al arrepentimiento, trata de vencerlos y atraerlos a Sí valiéndose de las penas y tribulaciones”.
“La parábola del Hijo pródigo deja a menudo de serlo para trocarse en consoladora realidad. En la tragedia que está viviendo España muéstrese de un modo manifiesto este proceder de Dios. Nos flagela duramente, pero entre los trallazos del castigo se vislumbra el gesto amoroso del Padre que le templa como recurso eficaz para corregir a los hijos prevaricadores. Ya se van notando los efectos”.
Frente al laicismo, causa del mal, urge restablecer la ley de Dios
“Prescindías de Dios en las alturas del gobierno; más aún, su nombre santo era objeto de burlas y desprecios. La legislación y las instituciones rezumaban laicismo. La Iglesia y sus ministros sañudamente perseguidos, y conculcados sus derechos... Se ha de restablecer el imperio de la recta razón que es, al fin y a la postre, el de Dios, quien, saliendo por sus fueros culpablemente desconocidos y violados, nos recuerda la obligación en que estamos de sometemos a su Ley...”
“El momento no puede ser más oportuno. Dios ha abierto profundos surcos en el campo de labor, cuyo cultivo os está encomendado; con el arado de la tribulación reciente y la semilla escogida que en ellos se deposite producirá copiosos y sazonados frutos”.
“No seamos sordos a la voz que nos aterra para salvarnos, y sirvan los trastornos y las adversidades presentes de escarmiento y saludable advertencia que suscite en nosotros la firme resolución de vivir siempre como católicos prácticos y buenos españoles”.
“Abandone el impío su camino y el inicuo sus designios, y conviértase al Señor, el cual se apiadará de él, y a nuestro Dios que es generosísimo en perdonar... Cobrad ánimo, pues el Señor ha venido a probaros y para que su temor se imprima en vosotros y no pequéis... De esta manera, Venerables Hermanos y amadísimos Hijos, la sangre vertida resultará fecunda, al llanto y luto sucederá la alegría, a la guerra implacable y destructora la bienhechora paz, y lloverán sobre todos vosotros las bendiciones del cielo que de corazón pedimos, en prenda de las cuales os damos la nuestra en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”.
Teruel, Domingo de Pasión, 14 de marzo de 1937.
En diciembre de 1937 comenzó la ofensiva sobre Teruel y la ciudad quedó cercada. Los defensores se parapetaron en el seminario y en el convento de Santa Clara. El obispo rezaba, confesaba y ayudaba a bien morir, exhortando a llevar con resignación las penalidades del asedio. Cada día presidía el rezo del rosario, al que se sumaban los militares libres de servicio. En la Nochebuena, entre el estruendo de las bombas, ofreció la misa del gallo por los vivos y por los muertos.
Sobre estas líneas una fotografía tomada por Robert Capa, (soldado republicano en la toma de Teruel, diciembre 1937). Tras momentos de fallida esperanza de liberación y de dos semanas de bombardeo y asaltos, capituló la plaza. . Se estipuló que los civiles serían evacuados por la Cruz Roja. El Obispo, su Vicario episcopal, el Canónigo magistral de Albarracín y los sacerdotes refugiados con ellos, salieron de entre las ruinas y se entregaron a las autoridades republicanas.
El corresponsal del tabloide británico Daily Express describe así aquella jornada:
“Después de mediodía el Obispo de Teruel fue sacado de entre las ruinas con negra barba no rasurada desde varios días, las mejillas pálidas y enjutas, abrigado el cuello con una bufanda negra, y un gorro en la cabeza… Los feroces dinamiteros no mostraron alegría al verle preso, ni hicieron gesto alguno poco correcto. También ellos sintieron compasión, viendo al Obispo en aquella forma confundido con otros prisioneros. Alguien le dio un vaso de agua. El Obispo manifestó su gratitud con una sonrisa”.