Por otro lado, vemos jóvenes que se inician en actividades no muy buenas, que corren desaforados los viernes a la disco o que simplemente vagan por el barrio sin nada que hacer cuando acaban las clases. Generalmente, si tuvieran un aliciente deportivo en la vida esto no ocurriría. Su problema es que les da totalmente igual que sea jueves, viernes o sábado. La vida es aburrida para ellos y les faltan motivos para levantarse cada día.
Me gustaría compartir con vosotros tres casos muy sencillos vinculados a mi familia sobre cómo el aliciente deportivo puede dar a una vida un componente fundamental de ilusión:
Mi hija pequeña, Blanca, que está muy de cerca de cumplir nueve años, ha empezado esta temporada a jugar baloncesto a nivel federado. Ha sido acogida maravillosamente por todo el grupo del Club de Corazonistas, desde las niñas que son sus compañeras, hasta su entrenador, Álvaro, y Chimi, el responsable del club. Todos con paciencia le van ayudando en un proceso en el que Blanca tendrá que poner un gran esfuerzo, pues no es fácil jugar federada con niñas que, además, tienen un año más que ella.
Blanca se lo ha tomado con mucha ilusión. Lo primero que le sorprendió fue el look del baloncesto, con esos uniformes grandes. Al probarse el suyo -por cierto, ¡cómo brilla el Sagrado Corazón!-, le salió un espontáneo “pero si parezco una cantante de rap”.
Llegó el día de su debut. Mi hija durmió con el uniforme a su lado y lo primero que hizo al levantarse fue ponérselo. Desgraciadamente, la lluvia hizo que tuviera que aplazarse el partido. Seis días más tarde, al fin se jugó. Perdieron de cinco puntos y fue muy igualado. Blanca mostró buena colocación. En ataque, lanzó una vez a canasta sin suerte. En defensa, Álvaro dijo a todo el equipo que tenían que entrenar más. De vuelta, en el tranvía, Blanca me explicó todos los pormenores del partido. Cada jugada, cómo se posicionó en la pista, a quién seguía de las rivales, los comentarios de Álvaro en los tiempos muertos… Desde luego, ilusión de cara a los próximos partidos y a su primera temporada, no le falta en lo más mínimo.
Mi hija mayor, María, de quince años, ha tenido la gran bendición de contar en el colegio Santa Isabel con un grupo de amigas sensacional. Este curso, el colegio ha organizado por segundo año una costumbre que seguro marca ya diferencias: que sus alumnos que terminan la ESO hagan el Camino de Santiago. Independientemente de la gran experiencia espiritual y de convivencia que representa casi una semana de recorrido, caminar más de 100 kilómetros en cinco días también es una excelente actividad a nivel deportivo.
María y sus compañeros hicieron el Camino la semana pasada. Salieron en tren de Barcelona hacia Galicia el lunes y, tras llegar a Santiago el sábado, volvieron por la noche, plantándose en la Estación de Sants el domingo por la mañana. Bajo la tutela del Padre Ramón, Cristina, Víctor, María, Xavi y Olga, chicos y chicas del Santa Isabel vivieron experiencias que perdurarán en sus vidas y que serán motivo de un próximo post en este blog.
A manera de aliciente, para María y sus amigas el Camino comenzó mucho antes, yo diría que desde aquel día en que los alumnos que van ahora a 1º de Bachillerato realizaron el recorrido el año anterior. Después, al volver de las vacaciones de verano y conocer la fecha -¡quedaba menos de un mes para el 8 de octubre!- comenzó una preparación que implicó un contenido de ilusión muy fuerte. Empezaron a caminar por la Diagonal para entrenarse, compraron sus botas, organizaron una fiesta para recaudar fondos que salió redonda…. El viaje del Camino duró seis días, pero para María significó una aventura de ilusión que la tuvo, al menos, todo un mes en tensión.
Mi padre vive solo. Su círculo de amistades es limitado: su primo de El Vendrell y su mujer, a quienes visita asiduamente, el chino del bar de debajo de su casa, donde suele ver los partidos del Barça, el transportista que le lleva el material, los chicos que le alquilan un pequeño almacén… Desde hace aproximadamente un año se ha hecho mucho más presente en la vida de mi familia. Come en casa de vez en cuando y, entre semana, vamos en ocasiones al Subway, donde hay unos bocadillos típicos americanos que nos encantan a los dos.
Comidas a parte, el principal vínculo que tiene mi padre con mi familia gira alrededor del deporte que practican sus nietos. Disfruta enormemente yendo a ver los partidos de fútbol sala del Club Alpes, donde juegan María y Nuria (mi otra hija) en un mismo equipo, y del Jesús María, en el que juega mi hijo mayor, Santi, y donde, por cierto, estamos enormemente agradecidos por cómo han acogido los padres de los demás chicos al mío, siempre dándole conversación y tratándolo estupendamente en la grada.
Esta temporada Santi, que cumplirá 17 años en diciembre, ha pasado a jugar en División Nacional Juvenil, la categoría más alta en la que se puede jugar en Catalunya. Para mi padre, esto ha representado algo muy especial y vibra enormemente con los partidos. La temporada comenzó en Lleida y fuimos los tres a la aventura de buscar el pabellón del Club Sicoris. Como el encuentro empezó tarde, mi padre preparó bocadillos para comer a la vuelta. Después, me dijo que le mandara la tabla de clasificaciones para seguir cómo iba la liga. Llevamos tres jornadas y el Jesús María está en la tercera posición. ¡Increíble! Tiempos difíciles llegarán pronto teniendo que jugar contra el Marfil Santa Coloma, el Barça…
Desde luego que el deporte no lo es todo en la vida, pero sí que es cierto que una actividad deportiva presenta vínculos de unión muy fuertes y puede darnos a muchas personas un contenido de ilusión vital en nuestra existencia: un aliciente que nos permita descubrir, al despertarnos cada día, motivos para vivir.