Ahora bien, ¿qué nos enseñan los nuevos doctores? Ante todo, nos animan a no caer en el desaliento que se ha vuelto el común denominador de muchos católicos, pues nunca habrá un desafío o dificultad que sea más fuerte que la acción de Dios en la historia. Por otro lado, ambos demuestran que ser cristiano no es un sinónimo de ignorancia y/o complejos. Los dos eran personas preparadas, con un futuro prometedor, alegres y, sobre todo, audaces para emprender diferentes proyectos apostólicos sin perder de vista a Cristo, al radio y alcance de la contemplación.
De San Juan de Ávila, hay que resaltar su opción por la formación de los sacerdotes, por el clero diocesano. Hoy por hoy, es urgente que en las diferentes diócesis se consiga renovar la educación humana, física, intelectual y, sobre todo, espiritual de los seminaristas y de los sacerdotes. San Juan de Ávila no escatimó ningún esfuerzo, pues comprendió que, si bien es cierto que la Iglesia no son sólo los ministros ordenados, es un hecho que la presencia del sacerdote es necesaria, especialmente, por su vínculo con la administración de los sacramentos. Lo que dio fuerza a su predicación, además de los estudios que llegó a cursar, fue sin duda su relación de amistad con Cristo, a quien siguió literalmente hasta las últimas consecuencias. Dos años en la cárcel, no fueron suficientes para desanimarlo, pues era un hombre que sabía confiar en aquel que lo había llamado. Creyó en las universidades católicas, organizándolas y consolidándolas. San Juan de Ávila nos anima a orar e impulsar la formación integral de los sacerdotes, sin olvidar la importancia de acompañar a los universitarios en su proceso espiritual y profesional. Todo un doctor a favor de los seminarios.
De Santa Hildegarda de Binguen, hay que reconocer sus aportaciones como mujer, religiosa, mística y científica, pues consiguió conciliar a la fe con la ciencia. Su vida nos demuestra la importancia del genio femenino en el ejercicio de la misión de la Iglesia. Sin desobedecer, fue una reformadora congruente con el evangelio, capaz de abrir puertas que otros habían cerrado. Descubrió en la belleza del arte y de la naturaleza, la huella inconfundible de Dios. Fue una religiosa ilusionada, inteligente, abierta al signo de los tiempos, pues estaba en el convento por vocación, en respuesta al amor de Cristo que la acompañó a lo largo del camino. Su testimonio nos recuerda que el Año de la Fe debe traer consigo un redescubrimiento de la vida ascética, es decir, de las aportaciones que los místicos han dejado sobre el seguimiento de Cristo. Se trata de una doctora que nos abre a lo trascendente, al Dios trino y uno.
A ejemplo de los nuevos doctores de la Iglesia, trabajemos con alegría e ilusión a favor de la causa del Evangelio.