Una de las cosas que más me ha impresionado en Medjugorge son los videntes. He tenido la suerte de conocerlos a todos y oírlos hablar a todos.
Son seis, como es sabido. Sus nombres son: Marija, Iván, Mirjana, Ivanka Vicka y Jacob. Cuatro chicas y dos chicos.
Jacob solo tenía once años cuando las apariciones; los otros alrededor de quince.
Las circunstancias en las que los he oído fueron muy distintas; por eso sólo en algunos casos he podido coger apuntes.
Tengo que confesar que cuando Medjugorge y otras posibles apariciones suscitaban en mí un profundo rechazo, mi mayor inquina siempre fue contra los videntes. El vidente iluminado no ha sido nunca para mí el tipo religioso más querido. Sin embargo, en esto como en tantas cosas, con respecto a Medjugorge, he tenido que claudicar y humillarme. Ellos han sido el vehículo del que se ha valido la Virgen para infundirme la fe medjugoriana, si es que se puede hablar de esta manera. Cada vez que habla uno, no me lo pierdo, porque a través de ellos es donde más conecto. Lo que dicen lo siento como palabra viva sobre todo cuando cuentan los hechos. Los siento ungidos en todos sus gestos, sonrisas, palabras, besos e imposiciones de manos.
El Espíritu de Jesús resucitado utilizando a María es la base sobrenatural y el eje sobre el que se monta la experiencia de Medjugorge. Eso queda completamente claro y ese es el mayor gozo para todos los que hemos sido iluminados allí. A nivel humano, sin embargo, los videntes siguen siendo los personajes imprescindibles. Son los que mantienen el anuncio y el kerigma medjugoriano. Año tras año nos siguen contando los hechos. Lo llamo kerigma porque se parece a lo de los apóstoles que, como testigos de la resurrección, nos la anunciaron. Los videntes se comportan también como testigos y anuncian lo que han visto y oído. Son enormemente parecidos en lo que dicen, como lo fueron los apóstoles. Más de treinta años sin desviarse, sin acomodar el mensaje, sin interpretarlo a su manera. Hasta ahora, al menos, ni un Judas ha salido de entre ellos.
Yo no sé qué formación religiosa tienen. Tal vez no demasiada, pero han aprendido muchísimo sin duda en la escuela de la Virgen y en los larguísimos años de apariciones. No presumen de teólogos y no se hacen concesiones ni a sí mismos ni a la galería. Van directos al grano y desaparecen como por ensalmo al terminar. Yo he aprendido de ellos la actitud humana que debe tener todo el que anuncia el kerigma. No entran en la decisión del oyente. Te hablan con todo cariño y se van como si no le importara nada el fruto de sus palabras. He percibido en ellos un amor y una fe total en lo que dicen pero sin hacerse responsables de lo que cada uno de los oyentes pueda percibir o juzgar. Es como si dijeran: “Esta no es mi guerra; soy un enviado” o, con otras palabras: “Esto es lo que he visto y oído; el que quiera y pueda creer que crea”.
Tienen muy claro que la única protagonista es la Virgen. Esta batalla le pertenece a ella. Prácticamente ninguno de ellos vive ya en Medjugorge por aquello de las multitudes. La Virgen les ha repetido muchas veces que, el escogerles a ellos no se debe a que fueran ni vayan a ser los mejores. Son unos simples elegidos, que no es poco, y así se comportan. Yo he visto a Iván en una tienda y a veces se les ve en las terrazas de algún bar como cualquier ciudadano. Yo en sus cuerpos no creo, pero me encantaría llegar al fondo de sus almas.
Cuando veo a este pueblo reunido por millares en una eucaristía o en una adoración me siento atraído por él. Lo miro con ternura evocando el texto del evangelio que dice: … has revelado esto a los pequeños y sencillos. Este pueblo de Medjugorge ha guardado siempre para mí un misterio que yo no sabía descifrar. De repente, un día me di cuenta de que era un pueblo con afecto, que se sentía amado, un pueblo con corazón. Ese pueblo era objeto de un amor, de una gracia, de una llamada, de un cariño muy bello y poderoso que, inconscientemente, sin formulación, pero de una manera real, sentía en su corazón. Un pueblo con madre. Pienso en lo que la Virgen, la Madre, significa para el pueblo católico. Hay en ella algo maternal que alegra el corazón de sus hijos.
Pese a tener con ello muy cubierto mi afecto religioso no dejaba de pedir que se me revelara también, en idéntica profundidad, la Virgen María. Juan Pablo II, con esa devoción tan cálida que le tenía a la Virgen, me servía de acicate. Y tantas y tantas personas. Y la experiencia de la Iglesia entera a lo largo de los siglos. Creo que en Medjugorge se me ha concedido esta revelación. Con el kerigma fuertemente arraigado en mi corazón puedo comprender y vivenciar a María en la plenitud de su maternal misión de gracia.
En mis estancias en Medjugorge he pensado mucho en los teólogos y predicadores, hijos todos ellos, por haber nacido en estos tiempos, de un racionalismo idealista, inoculado en el inconsciente por el despotismo ilustrado y la prepotencia de lo racional. ¡Qué necesidad tienen de corazón! Yo, al menos, que soy del gremio, tenía mucha. La sanación del inconsciente sólo viene por el don. La dureza de corazón es un pecado que puede afectar a toda una época de siglos y, como el original, es un pecado de trasmisión inconsciente. Ahora bien, eso sólo lo podemos ver cuando el don te ha elevado a otro nivel y cobras nuevas perspectivas. Mientras no se reciba ese don se pontifica de una manera irredenta desde la razón. Ahí, claro está, no cabe una aparición de la Virgen.
He pensado mucho también y con cariño en los protestantes, que tanto se han opuesto a las apariciones de la Virgen en general. El protestante es un pueblo, hasta donde yo puedo conocer, con poco afecto espiritual en el corazón. ¿Por qué razón? Porque no tienen madre. Tampoco tienen eucaristía ni confesión ni, por lo tanto, sacerdotes. Es un pueblo sin desahogo. Se aferra a Jesucristo y a la Palabra y, gracias a ello, el Espíritu Santo los bendice, pero no pueden evitar que su religión sea rígida y formalista y, lo que es peor, bastante ideológica. Si Dios utiliza a María para librarnos del inconsciente racionalista, ¿qué pueden hacer ellos que tienen tan lejos a María?
Hace mucho leí una entrevista que le hicieron al teólogo jesuita Karl Rahner. Entre otros temas le preguntaron:
-¿Por qué la teología actual habla tan poco de María?
- -Rahner respondió: Porque la teología actual es muy ideológica y las ideologías no necesitan madre.
La respuesta se me quedó grabada. Ahora entiendo que cualquier teología que no necesite a la madre es muy ideológica. Ideología, en este sentido, significa utilizar conceptos e ideas sin una experiencia de vida que los sustente. Sin madre, la teología queda abstracta, porque se le ha sustraído el corazón. Esa teología puede hablar mucho de los pobres, pero no los quiere; más bien los utiliza. Para amar a los pobres se necesita que tu corazón tenga mucho de maternal, es decir, que les ame como las madres, sin reproches, sin juzgarles, simplemente por ser hijos. Aunque hayan caído en lo más profundo de la degradación. Para que a mí se me revelara la maternidad de María al nivel del don necesité ver, al pasear por la mañana, la inmensa pobreza que percibí en los ojos de varios chicos de una institución cercana destruidos por la droga y otras taras y sentirla con compasión. Su mirada al saludarme y su rosario en la mano me traspasaron el corazón y me desvistieron de todo aquello en lo que yo había basado mi predicación y mi discurso teológico. A María, como Madre, sólo se le entiende en el amor y la compasión de lo que haya de más pobre entre lo pobre.
Los que quieran disfrutar en vida una paz de alma semejante deben apresurarse a viajar pronto a Medjugorge porque no sabemos cuánto durará. Ante el boom parece que el mundo ya está tomando posiciones alrededor. Hasta ahora no he visto ni un policía de tráfico, ni uno local, ni el aullar de una sirena ni las acometidas de las ambulancias. Apenas hay señales de tráfico ni agentes de ningún tipo pese a que el urbanismo y el tráfico son bastante caóticos. No se ve por ninguna parte la autoridad ni la necesidad de poner orden. La vida discurre pacífica a pesar de que en algunas semanas hay varias decenas de miles de peregrinos. Parece una ciudad sin ley pero en positivo.
Una de las cosas que más llama la atención es el omnipresente rezo del rosario. A muchos nuevos se les atraganta la matraca continua de las avemarías recitadas como mantras en todas las reuniones y fuera de ellas. Yo, que nunca he sido un hombre muy piadoso, aunque sí creyente, soy de los que me resultaba al principio intragable el soniquete. Evidentemente hay que cogerle gusto y ver las caras. Si eres sencillo, poco a poco irá dejando de molestarte, incluso empezarás a rezar alguna avemaría distraídamente, más tarde te contagias y querrás hacerlo con más seriedad. Ahora bien, el culmen del rezo del rosario está en el siguiente paso que es hacerlo desde el corazón.
Cuando se te da este don te parece maravilloso el murmullo rosariano de Medjugorge. Miras cómo reza la gente y sabes que están hablando con Dios o, mejor, Dios con ellos. No se pierde la sencillez ni se entra en la beatería porque viene de arriba; no brota de tu fuerza de voluntad. Cuando salí de Medjugorge la primera vez, todavía no se me había revelado a mí esto. Fue a los dos o tres meses cuando sentí la necesidad de rezar el rosario y me sentí ungido.
Como dominico que soy, me hizo un bien extraordinario. Santo Domingo de Guzmán es el fundador del rosario. Su Orden, allá por el siglo XIII, dejó de estar recluida en un monasterio dedicándose a la predicación itinerante. El nuevo formato religioso trajo nuevos modos, nuevas oraciones, nuevo lenguaje. El monje siempre se había alimentado con la “Lectio divina”. Tranquilo en su monasterio tenía tiempo para leer y para meditar. El itinerante, en cambio, tenía que recorrer largos kilómetros entre pueblo y pueblo, ¿cómo iba a orar? El recitado de avemarías y padrenuestros fue la oración del itinerante y de ahí nació el rosario tal como lo conocemos ahora.
En tiempos de Santo Domingo ya rezaban las avemarías con alguna forma de recuento. El beato Romeo de Livia, uno de los compañeros del santo, murió con una cuerdecilla de nudos entre sus manos con la que contaba las avemarías que recitaba a miles. Se hacían largas recitaciones de avemarías unidas generalmente a los misterios de la salvación. Fue el también dominico Fray Alano de Ruspe (1428-1475), recogiendo una larga tradición, quien lo popularizó y le dio la forma actual.