El Occidente cristiano ha faltado a su vocación, he aquí la verdad. Desgracia para él porque no ha evangelizado sino a medias. Dios ha tenido necesidad de los hombres, y los hombres se han servido de Dios, esto lo dice todo (François Mauriac)
Ante la situación que nos toca vivir, es fácil caer en la desesperanza. ¡Qué mal está el mundo, señor Facundo! Es un pesimismo lógico pero, creo, estéril. No saca nada productivo. Yo me imagino que el Papa, al que tantas cosas le llegan sobre lo que pasa en el mundo y en la Iglesia, podría ser el primero en tirar la toalla, pensando que esto ya no tiene remedio. Y, sin embargo, nos ha convocado a un Año de la Fe que comienza con un Sínodo sobre la Nueva Evangelización.
No es esta la primera crisis que vivimos. Desde que el mundo existe y el hombre está sobre él, siempre las ha habido y las habrá. La primera gran crisis fue el pecado original. Y feliz culpa que mereció tan gran Redentor, que diría San Pablo, porque a grandes males, grandes remedios.
La cuestión es si nosotros, los que nos llamamos creyentes, cristianos, católicos, y decimos que amamos a Dios sobre todas las cosas, somos capaces de dar, con nuestra vida, un testimonio que haga posible que el mundo cambie. Porque no se trata sólo de palabras, si estas no van acompañadas de obras. Y esto sólo es posible si cada uno de nosotros alimentamos nuestra propia fe, porque nadie da lo que no tiene.
Es significativo que el Papa, en la carta Porta fidei, no hable de técnicas de evangelización, ni de estrategias. En primer lugar habla de conversión personal. Y esto no es otra cosa que descubrir, una vez más, el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo. Este amor ha trasformado nuestra vida, haciendo de nosotros hombres nuevos.
Y esto nos afecta a todos. No puedo mirar a otro lado, como si no fuera conmigo. Ni puedo buscar culpables de lo que está pasando. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó[1].
Cuentan de dos comerciales de una fábrica de zapatos, que fueron enviados a distintos pueblos de África a hacer un estudio de mercado. Al cabo de un tiempo, uno de ellos mandó un telegrama a la fábrica en el que decía: No hay posibilidad de venta, no usan zapatos. El otro también mandó un telegrama, informando de la situación: Todo el mercado es nuestro, no tienen zapatos.
Tenemos todo el mercado para nosotros, porque los hombres y mujeres del siglo XXI necesitan a Dios. Esto es un hecho claro, por mucho que algunos quieran negarlo o esconderlo, porque el hombre es religioso por naturaleza. Y porque Dios, manifestado en Cristo, es la respuesta a los deseos más profundos que hay en el corazón del hombre.
Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe…
La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos[2].