¡Españoles! Venid a Compostela buscando a España, al espíritu que nos dio la vida, pues en torno a las gloriosas reliquias del Apóstol no se ha perdido a sí misma ni perderse puede España.
Y como los Israelitas al pie de los muros de Jericó vociferaremos también nosotros desde esta atalaya, de las más encumbradas en los horizontes patrios: Santiago, Santiago. Y ante las centurias pasadas y el conjunto de maravillas, de sentimientos y de recuerdos, de grandezas caídas y de grandezas levantadas cantemos aquí vibrantes el credo de la Patria. Creo en Jesucristo que triunfó glorioso desde el Auseba hasta Granada, donde tiene por presea de su victoria la maravillosa Alhambra, encaje que le labraron cien pueblos de Oriente llegados sin saber para quien ni lo que hacían, concha a donde por esfuerzo de la Patria vinieron a cuajarse las dos perlas de nuestra fe, Cristo y Santa María su Madre.
Creo en el Espíritu Santo, dádiva preciosa de los Cielos, premio de nuestro heroísmo secular, que llenó de virtudes las almas y de los pobladores la Bienaventuranza. Creo en la resurrección de aquellos dos príncipes, los Católicos Reyes Isabel y Fernando, que en una cripta de amor henchida esperan el día de su último e imperecedero triunfo, no sin que mil pueblos y cien mil hijos, que se van renovando según las generaciones se suceden, dejan de estar allí haciendo centinela y guarda en la bajada de aquella cripta bendita. Creo en la vida perdurable de la raza.
Creo en la perpetuidad del sentimiento patrio, mientras que en los anchos caminos del solar hispano se alcen las catedrales, donde los nobles amadores vengan a beber grandezas, que no caen bajo el dominio del tiempo, pues no pasan por estas naves los siglos, a sus puertas se detienen reverentes. Bajo sus losas yacen los Caballeros de la raza, que se tendieron en la sepultura con palidez, que no era la de la muerte, estaban exangües porque su sangre la vertieron por la Patria. Solamente se mostraron avaros de sus lágrimas y las conservan en los ataúdes. ¡Ay! Cuando a las catedrales las invada la soledad porque dicen que es mucho gastar los míseros maravedíes que en ellas se gastaban, esas lágrimas, las lágrimas de los caballeros, rezumarán por las losas de las catedrales entristecidas para dar jugo a la verde grama, que nazca entre sus piedras, piadosa compañía que suplirá entonces el abandono de los ingratos.
¡Catedrales de Castilla a cuyo tronco generoso viven enlazadas como hiedra gloriosas ciudades, relicarios oscurecidos de pretéritas grandezas! Si esto sucede, moriréis sin remedio, ¡ciudades de Castilla! Se habrán aniquilado los trofeos, que cien generaciones levantaron en las catedrales, se habrán borrado las grandes páginas, que comienzan en la aurora de la Reconquista, se perderá, si esto llega, el mayor tesoro del patrimonio espiritual de nuestra España amada. ¡Solemnes y pausadas campanas de Compostela con cariño respondidas por vuestras hermanas las de León, Burgos y Toledo, cuyos ecos alcanzáis a los metales vocingleros de la Giralda de Sevilla, que vuelan vagando sobre los mares hasta las torres de las cumbres Andinas! ¡Campanas de las catedrales! ¿Enmudeceréis algún día después de tocar el doble funeral de vuestra propia muerte?
¡Santiago y cierra España!
Que la cierre a tantas víboras ponzoñosas, a quienes no aprovecha el dolor de tardíos desengaños y cuya vida es ansias y desesperación, higueras estériles de pomposas hojas, cizaña que amarillea alborotando a la mies dorada. Santiago y cierra España dándonos la paz de los Cielos, la paz abundosa, el remedio y nuestro mayor bien, que sería el que todos viviéramos con un sólo corazón forjado en el amor de todos los corazones españoles. ¿ Por qué otra cosa? Cuando la Patria lo demanda todos somos soldados para defender nuestra bandera, porque todos somos hijos que defender debemos a nuestra madre. Cuando el ara sacrosanta de los altares lo pide y lo exige no ha de haber ni sacerdotes ni soldados, porque todos somos cristianos, como lo fueron nuestros benditos padres, como siempre lo fue nuestra bendita madre, la Patria española.
¡Oh glorioso Apóstol Santiago, luz de España y guiador!
¡Oh glorioso Apóstol Santiago, luz de España y guiador y amparador nuestro en las seculares luchas contra la morisma! Sal a recibirnos a la puerta del Cielo, cuando como buenos cristianos allí vayamos. Ármanos a la entrada Caballeros de la Bienaventuranza con el espaldarazo sólo debido al varón fuerte, que pelea sin desmayo. Cíñenos la espada que para nosotros no será ya sino recuerdo de pretéritas hazañas. Danos el estrecho abrazo de amigos y cálzanos las espuelas, aquellas dos grandes alas de la visión bienaventurada y del amor inacabable, con las que hemos de cabalgar por los anchurosos Cielos. Vístenos luego el manto blanco, que no tenga otra mancilla que nuestra sangre vertida en las horas del sacrificio y del dolor, y acaba tu obra, ¡oh glorioso Apóstol!, cercando esta Cruz, que ostentamos sobre nuestro pecho con los laureles que en la bienaventuranza no hiere ni herir puede el rayo de la venganza ni la carcoma de la villanía.
(Invocación que hizo Don Narciso el 25 de julio de 1934 en la ofrenda al Apóstol Santiago. Publicada el 1º de agosto de 1934 en el Boletín de la Acción Católica. Año I. Núm. 11. Recogido por el canónigo de Ciudad Real, don Francisco del Campo Real).