“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16)
La Santísima Trinidad –el hecho de que exista un solo Dios y tres personas distintas de la misma naturaleza y dignidad- es un “misterio”, algo que aceptamos por la fe porque la razón no consigue entender, lo cual no significa que sea “irracional”. Pero es también un gran regalo que nos hizo Jesús al revelarnos cómo era Dios, la naturaleza e intimidad divina.
El hecho de que Dios sea uno y trino a la vez, uno y diferente, nos indica cuál es el modo de vivir que se tiene en el cielo. Un vivir “trinitario” es un vivir “en familia”. O, dicho de otro modo: Dios es familia. El amor es la esencia de Dios, pero no sólo como amor que se da a los extraños –entre ellos a los hombres- sino también como amor que establece las relaciones internas en la divinidad. En el cielo, por lo tanto, se vive amando; amando a aquel con el que se comparte lo esencial –la naturaleza divina- y con el que hay legítimas diferencias –las tres diferentes personas-. Y si esto es así en el cielo, deberemos intentar que sea también así en la tierra, pues Cristo nos enseñó a rezar pidiéndole justamente eso al Padre.
Por lo tanto: acepta las diferencias legítimas y busca la unidad. En todo y siempre: ama.