El pasado viernes nos llegó la noticia del fallecimiento del Cardenal Martini, el antiguo obispo de Milán fallecido a los 85 años. Mi primera reacción, como supongo que la de tantos hermanos en la fe, fue rezar por su eterno descanso, en la confianza de que Dios le habrá ya acogido en su seno y gozará allí de la visión beatífica sin final.
Luego, a lo largo del fin de semana, empezaron a aparecer comentarios diversos y en el Corriere della Sera, diario en el que Martini mantuvo durante muchos años una columna, una entrevista-bomba póstuma en la que el Cardenal fijaba su testamento espiritual. ¿Y qué nos encontramos? Un conjunto de banalidades progresistas, especialmente pensadas para halagar a la cultura dominante anticristiana, que han demostrado una y otra vez su esterilidad y que suenan, en 2012, tremendamente casposas y anticuadas.
Pero, ¿qué propone el Cardenal Martini exactamente? Empieza afirmando que la Iglesia “vive 200 años por detrás de su tiempo” y necesita una profunda renovación. Sobre lo de la renovación, uno no puede responder otra cosa que por supuesto, en la Iglesia debe aplicarse aquello de Ecclesia semper reformanda est para liberarse así de las contaminaciones mundanas que inevitablemente se le adhieren en nuestro caminar por este valle de lágrimas. Otra cuestión es qué entendía Martini por renovación, algo que a la luz de esta entrevista era bastante confuso y tópico. En cuanto a la referencia al retraso de la Iglesia, Martini se equivoca al dejarse un cero: la Iglesia vive de lo que sucedió 2.000 años atrás, empezando en Belén y acabando en el Calvario. Todo lo demás es cronolatría, culto al presente, una enfermedad muy vieja y que tiene el grave inconveniente de que envejece ella misma muy deprisa.
Sigue Martini constatando que “nuestras iglesias están vacías” y culpa de ello a la jerarquía que no ha sabido conectar con los tiempos. Curioso comentario de quien ha sido un gran príncipe de la Iglesia, influyente y con cargos de enorme relevancia. Y remata: “nuestros ritos religiosos y las vestimentas que llevamos son pomposos”, cuando hemos asistido a un empobrecimiento patente en las últimas décadas. ¿Vestimentas pomposas cuando hoy muchos sacerdotes apenas se ponen el alba para celebrar misa? Martini da la impresión de ser como un disco rayado que se quedó a finales de los 60 y que desde entonces ha permanecido completamente autista a la realidad de la vida de la Iglesia, repitiendo el mismo mantra progre una y otra vez. Porque por cierto, allí donde el rito se ha resacralizado encontramos que los jóvenes acuden, mientras que cuanto menos “pomposo” es lo que les ofrecemos más desiertas están las iglesias. ¿Acaso Martini no contempló lo que ocurrió durante la última JMJ cuando se expuso el Santísimo en la custodia de Toledo (que, según su criterio, debe de ir bastante más de 200 años por detrás de su tiempo)?.
En la entrevista se encuentran todos los lugares comunes, bastante banales y tópicos, de un cardenal cuyo norte parece haber sido agradar a la opinión dominante anticristiana o, al menos, no enemistarse con ella. Y bien que lo consiguió. El artículo del periodista italiano Antonio Socci al respecto, Io non sono martiniano, sono cattolico, es demoledor y difícilmente se puede añadir algo más a sus comentarios. Los esfuerzos de Martini para encontrar el lado positivo de casi todo serían loables si no fuera porque, en vez de mostrar la verdad con mayor esplendor, iban siempre encaminados a camuflar el error y confundían a la gente. En ocasiones rayando lo obsceno, como cuando afirma que la legislación del aborto (la que ha banalizado el aborto y lo ha multiplicado) es positiva pues elimina los abortos clandestinos. La pobreza argumental resulta patente.
Pero más allá de las numerosas patinadas de Martini, lo que me interesa es que en su actitud se encierran varias claves del progresismo eclesial. Ya hemos señalado la cronolatría, culto al presente, y su disposición para congraciarse con el pensamiento dominante, aunque ello conlleve deformar el mensaje evangélico, así como la ceguera ante la realidad que nos circunda y que demuestra una y otra vez la esterilidad del progresismo. Lo que puede haber sido una posición bienintencionada y naif en los 60, a estas alturas es de una enorme deshonestidad intelectual que sólo se entiende por una soberbia que no admite la posibilidad de la equivocación y que lanza toda su hiel sobre la Iglesia y el Papa, a quien hace culpables de su fracaso. Es una actitud de autosuficiencia, lejos de la humildad evangélica, que va dando lecciones pedantes y es incapaz de hacer examen de conciencia. No extraña que el modelo de las reformas que propone Martini sea Lutero, de quien dice en la entrevista que fue el inspirador del Concilio Vaticano II. Esta actitud se ve agravada además por la avanzada edad de quienes la defienden, estos reformadores octogenarios que no ha reformado nada y sí han destruido mucho y que constituyen una peculiar gerontocracia, similar al Politburó de los tiempos de Breznev en la Unión Soviética, una colección de ancianos “revolucionarios” que ya no convencen a nadie.
Otro aspecto que llama poderosamente la atención es la capacidad de Martini para hablar aprovechando su condición de cardenal de la Iglesia católica pero, al mismo tiempo, como si eso no fuera con él. Así, afirma que la “Iglesia necesita viento fresco”, pero él se resistía con fuerza a dejar libre el paso a nuevas realidades eclesiales que no encajaban con sus prejuicios, declara que “si Jesús regresara lucharía contra los actuales responsables de la Iglesia”, probablemente empezando por el mismo Martini, añadimos nosotros, y hace la siguiente invocación: “Señor, da siempre a tu pueblo pastores que agiten la falsa paz de las conciencias”, algo en lo que él nunca destacó, optando siempre por justificar cualquier comportamiento en aras del diálogo y la convivencia. ¿De verdad Martini no se daba cuenta de las contradicciones en las que incurría? Yo creo que lo más probable es que no, tanto nos puede llegar a cegar la soberbia intelectual.
En definitiva, la entrevista póstuma de Martini nos confirma el fracaso y el autismo de toda una generación de clérigos progresistas, su incapacidad de ver los signos de los tiempos y la realidad que les rodea y la esterilidad de una actitud que busca siempre congraciarse con los poderosos. Como escribe Giuliano Ferrara, con Martini desaparece un reformador fallido, que tomó el camino de agradar al mundo.
Por cierto, que alguien como Martini haya sido presidente de las Conferencias Episcopales Europeas es sintomático y ayuda a entender la crisis de fe que asola nuestro continente y que el Papa quiere combatir con el año de la fe que en breve dará inicio.
Descanse en paz el Cardenal Martini en compañía de los ángeles y los santos, pero por honestidad intelectual y amor a la Iglesia, que no nos vendan como reformadores a quienes han demolido la Casa del Padre.