más elocuentes de Cristo resucitado”
Thomas Merton
Después de pasar unas jornadas con mis amigos camaldulenses, visité la decimoséptima edición de Las Edades del Hombre. En esta ocasión sita en el impresionante monasterio benedictino de San Salvador, en el pueblo burgalés de Oña. Mis expectativas en absoluto quedaron defraudadas. Monacatus es una exposición que desea informar al visitante del modo de vida que muchos consideran de otra época, el del monje. Lo hace con la belleza que siempre ha caracterizado esas exposiciones, pero esta vez aprovechando de un modo original y seductor el mismo monasterio de Oña. A decir verdad la historia del monasterio de San Salvador, su arquitectura, está al servicio del visitante para que éste salga con el corazón agradecido por la existencia pasada y actual de hombres y mujeres que en la soledad de un recinto sagrado alaban a Dios con sus existencias solitarias.
Monacatus es una exposición que deberían visitar quienes creen que el monacato es una institución cuyo sentido, si es que lo tuvo alguna vez, hay que buscarlo muy lejos. Por desgracia no pocos de quienes dicen creer en Dios piensan que la vida monástica es una pérdida de tiempo; que la oración continua, la soledad y el silencio no ayudan hacer apostolado; que el monje es un tipo desaprovechado para la nueva evangelización que se nos propone; que la visita a un monasterio es como quien visita un museo de piezas antiguas: valiosas, pero inservibles.
En el yermo camaldulense he meditado las primeras páginas del estudio del benedictino Juan Leclercq titulado La vida eremítica, según la doctrina del bienaventurado Pablo Giustiniani. Es curioso saber que en la época de Giustiniani –el Renacimiento- se planteaban objeciones parecidas a la vida monacal. Me interesa fijarme esta vez en la cuestión, siempre debatida, de la dudosa fecundidad del hombre recluido en su celda. ¿Para qué dedicarse a una vida escondida al mundo, infructuosa, egoísta y poco solidaria con el mal o la miseria de tantos que sufren? ¿Por qué encerrarse cuando lo que hay que hacer es hablar de Cristo en un mundo que lo desconoce?, ¿no hay incluso algo de patológico en una vida de renuncia continua, de soledad? ¿Dónde la caridad en un monasterio? Por otro lado, ¿tanto orar no es una pérdida de tiempo con el bien que hay que hacer al prójimo? Son preguntas que muchos se han hecho y se siguen haciendo. Si el visitante de Monacatus se las hace, la exposición estará justificada; si la exposición, además, brinda al visitante una respuesta verdaderamente religiosa a aquellas cuestiones, Monacatus habrá hecho un gran servicio a y a cuantos hayan pasado por ella.
Así pues, ¿por qué un monje? En el libro citado encuentro las siguientes líneas:
La fecundidad de la vida de todo cristiano y de todo religioso, depende de la fidelidad a su vocación personal. «Como todos los que siguen a Cristo, el eremita oyó la llamada que el señor dirije desde el Evangelio: Ve y anuncia el reino de Dios». «Seguir a Cristo es anunciar el Reino de Dios. ¿Qué significa anunciar el reino de Dios? Despreciar el reino del mundo. ¿De qué manera se anuncia el Reino de Dios? En verdad, aquél que puede decir con Cristo: mi reino no es de este mundo, anuncia eficazmente el reino de Dios». […] El que da testimonio de que esta vida mortal es un peregrinar, gracias al cual vamos hacia la patria; el que muestra que la tierra no es nuestra patria, sino que esperamos encontrarla en el cielo; el que vive así, anuncia el Reino de Dios.
Lo que Giustiniani dice sobre el eremita, por supuesto, también vale para el resto de los monjes. Destaco dos ideas que no estoy seguro que estén siempre en nuestros corazones. La primera es que la fecundidad tiene que ver con la fidelidad u obediencia a la vocación que Dios nos regala para todos y cada uno de los cristianos. La vocación monástica es una de ellas. Así pues, la utilidad del cristiano no está más que en la obediencia al plan de Dios. La segunda idea es aún más extraña: la mayor utilidad del cristiano es anunciar el Reino de Dios, pero el único modo de hacerlo es testimoniar con la vida que somos peregrinos en esta tierra, o sea, que nuestra patria es el cielo. El monje, con su vida, nos recuerda a todos esa verdad y viviendo como solitario da un espléndido testimonio de que nuestra vida en la tierra es mero tránsito a la auténtica patria.
No estoy seguro de que entendamos la importancia para el anuncio del Reino de la existencia de monasterios. Tampoco estoy seguro de que comprendamos la necesidad de hombres y mujeres dedicados a alabar a Dios con sus vidas y que esa alabanza, en sí misma, sea probablemente más evangelizadora y útil que la mayoría de nuestros impecables planes pastorales. Sólo en el cielo lo sabremos.
Un saludo