Es horrible intentar platicar con alguien que no se calla, que no da tiempo de responderle o explicarle. Pues bien, eso también tiene que ver con nuestra relación personal con Cristo. No hay que ser de los que no dejan hablar a la otra persona, ya que esto supone encerrarse en uno mismo, en el yo egocéntrico. Dios tiene siempre algo importante que decirnos, sin embargo, hay que darle la oportunidad de hacerlo. Ahora bien, esto no quiere decir que la oración verbal sea algo malo o negativo, sino que para todo hay tiempo. Algunas veces debe darse en silencio, en actitud de escucha, mientras que en otras ocasiones, conviene decir lo que brota espontáneamente del interior, incluso si estamos enojados con nosotros mismos o, en su caso, con los demás. Dios sabe recibirnos, calmarnos y animarnos.
Les cuento una anécdota que ilustra muy bien el tema del post. El mes pasado (agosto del 2012), estuve participando en un retiro de la Orden de Predicadores (Dominicos) y, entre otras cosas, nos pidieron media hora de silencio, después del rezo de Laudes. Aunque realmente no fue un tiempo demasiado largo, lo cierto es que nos ayudó a escuchar la voz de Dios, armando las piezas del rompecabezas de nuestra vida. ¿Cómo se le escucha? Ante todo, hay que decir que Cristo nos habla a través de lo que vamos viviendo, de las personas y de las circunstancias. La oración hace evidente lo que no lo es tanto y, por ende, es correcto decir que se trata de la voz de Dios. Desde luego, para confirmarlo, siempre es importante examinar las cosas a la luz del Catecismo y de la guía del confesor, pero es un hecho que el Espíritu Santo inspira y dirige a los que lo siguen, a los que lo toman en cuenta, a los que verdaderamente lo escuchan.
Vale la pena guardar silencio y encontrarnos con la fuente del amor, con el Dios que nos invita a recibir su palabra. Basta con hacer la prueba, para poder darnos cuenta de la realidad de todo esto que hemos reflexionado. El diálogo con Jesús, la práctica de la lectio divina, da lugar a la contemplación. Mantengámonos abiertos a lo que Dios, nuestro mejor amigo, nos quiera decir.