¿Cuánto tiempo hace que no ha oído o leído dos o tres noticias eclesiales positivas seguidas? Es raro que una noticia positiva trascienda a los medios, cuánto más una cadena de ellas. Las constantes noticias negativas, los comentarios adversos, la sensación de que la Iglesia vive inmersa en un continuo declive, terminan por contagiarnos tarde o temprano. Vivimos en un estado de depresión eclesial, religiosa y espiritual digna de ser estudiada psicológicamente. ¿Cómo vamos a Evangelizar cuando nos sentimos tristes y desalentados? Para adentrarnos en las razones de ello comparto un breve párrafo del libro “Hablemos de Nueva Evangelización” de Mons. Berzosa: 

Para que sea creíble la evangelización no podemos, como Iglesia, anunciar algo muerto o a un muerto. La infecundidad eclesial y del la catequesis es un problema ‘eclesiológico’: se refiere a la capacidad o incapacidad de la Iglesia de configurarse como real comunidad, como verdadera fraternidad, como un cuerpo y no como una máquina o una empresa 

Hay dos ideas fundamentales que se expresan en esta reflexión de Mons. Berzosa: 

a)    Nos parece que el anuncio de la Buena Noticia es algo muerto, algo de otra época que ya no es necesario. En el mejor de los casos, pensamos en Cristo como un ser lejano y desafectado de nosotros. 

b)    La Buena Noticia se comunica cuando la tenemos en nosotros y la vivimos en Comunidad. No se trata de afiliar a las personas a nuestra asociación o introducirlas en nuestra empresa o hacerlas parte de una maquina. 

¿Sentimos a Cristo y a la Iglesia como algo vivo y palpitante? ¿Nos sentimos parte de una comunidad viva? ¿Qué sentimos cuando miramos a la Iglesia y/o a nuestra comunidad? 

Si vivimos la Fe como algo mecánico, muerto, meramente moral y costumbrista, lo normal es sentirnos incapaces y llenos de un vacío que nos impregna y que nos entristece e incapacita para hacer nada en positivo por la Iglesia. 

Esperamos que sean otros los que muevan pieza, mientras miramos todas las señales negativas que nos rodean. No disfrutamos con alegría de la  Fe y no hacemos nada para remediarlo. Nos conformamos sintiendo una triste y cómoda placidez que nos paraliza. Estos síntomas se corresponden con un estado de ánimo determinado: la melancolía. 

La melancolía es una tristeza vaga, permanente y profunda, que hace que el sujeto que la padece no se encuentre a gusto ni disfrute de la vida. Este estado de ánimo se trata, hoy en día, con fármacos que esconden lo que nos ocurre, minimizando los síntomas. Es decir, no nos hacen más capaces y nos devuelven la alegría de vivir. Sólo nos permiten vivir hipnotizados por la melancolía sin sentirnos tristes. 

Me pregunto hasta qué punto la Iglesia no vive atrapada por una serie de fármacos que nos hacen sentir bien sin arreglar nada. Se me ocurre que algunos de estos “fármacos” podrían ser: 

En el plano institucional también se detectan estos síntomas, ya que las planificaciones y programas pueden ser que formas de evadir el problema sin entrar en la causa principal. También se evidencia en las parroquias que van por libre, se desentienden de la diócesis y se centran en una pastoral de mantenimiento rutinaria. Como decía Mons Berzosa, la Iglesia no es una maquinaria ni una empresa. 

Otro de los síntomas de esta melancolía eclesial se puede ver en las acciones formativas: catequesis, cursos, conferencias, etc. Se huye del conocimiento y diálogo que nos puede hacer conscientes de lo que sucede. Ante los continuos fracasos mejor, no buscar las causas, pero no dejamos de motivamos afectivamente. Así, al menos, nos sentimos mejor. Rara vez se habla de la Iglesia con profundidad y amplitud. Parece casi un tema tabú que preferimos no tocar para no evidenciar que no tenemos nociones y vivencias que podamos compartir. 

La melancolía se contagia igual que se contagia la alegría del Evangelio. ¿Qué es lo que contagiamos nosotros? Quien se contagia del Evangelio no puede dejar de difundirlo por donde pase y colaborar activamente con la comunidad donde vive su Fe. ¿Cómo sentimos esa llamada del Evangelio? ¿Nos sentimos melancólicos e incapaces? Entonces es que nos falta beber del Agua Viva. 

El episodio evangélico de la Samaritana (Jn 4, 5-42) a la que Cristo pide beber, evidencia esa melancolía que nos atenaza y nos inmoviliza. Igual que a la Samaritana, Cristo nos pide agua aunque El puede obtenerla sin mediación nuestra. Cristo nos pide compromiso activo y nosotros le respondemos sorprendidos con otra pregunta igual que la Samaritana. ¿Por qué nos pide agua a nosotros? Hemos aceptado cómodamente que somos inútiles a Dios.   

Después de nuestro refunfuñe, Cristo nos ofrece de nuevo el Agua Viva que quita la sed para siempre y nosotros le volvemos a responder con una pregunta. ¿De dónde la va a sacar si no tiene los “medios” necesarios? Los medios son necesarios para nosotros, pero el medio que necesita Cristo es únicamente nuestro corazón abierto. Nos hemos convencido que cuando no hay medios, podemos esperar indolentemente desde nuestra cómoda inutilidad. 

Pero Cristo no se rinde, vuelve a ofrecernos el Agua Viva y nosotros vemos el ofrecimiento desde un punto de vista egoísta: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla”. Es decir, quítanos la necesidad de movernos, preferimos quedarnos en un rincón guardando nuestra propia melancolía. 

¿Cómo curar la melancolía eclesial? Cristo es quien puede darnos el Agua Viva que nos transforma, pero ¿realmente estamos interesados en convertirnos y dejar nuestra cómoda melancolía? Nuestra tibieza nos atenaza, pero Cristo nos pide que el abramos la puerta de nuestro Ser. El quiere transformarnos: 

Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto: Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas. Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete. He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” (Ap 3,14-22) 

El mensaje del Ángel de la Iglesia de Laodicea es claro y contundente. Nuestra tibieza nos lleva a sentirnos ricos y plenos en nuestra indolencia. Pero la realidad es que somos unos pobres ciegos, miserables y desventurados. Pero El está delante de nosotros y llama para que le abramos. Mientras no abramos la puerta para que El cene con nosotros, todo parecerá muerto y sinsentido. La Iglesia será incapaz de comunicar lo que ninguno de nosotros ha terminado de aceptar con alegría. ¿A qué esperamos?