Cuando subo a la montaña inicio mi personal meditación, voy en busca de grandes y pequeñas cosas. Cuando subo a la montaña voy en busca de mí mismo, voy en busca de Dios.
Inicio la ascensión con fuerza y determinación. Ligero, seguro y confiado. No miro hacia arriba, no miro hacia abajo, solo miro al frente, a lo inmediato, al siguiente repecho, al siguiente recodo. Observo el paisaje grandioso con las montañas inmensas que me amenazan y me cobijan a la vez. Las imponentes montañas como gigantes por los que camino en silencio... el maravilloso silencio. Estoy lleno de ruidos, de pensamientos, de ideas que atormentan mi quehacer diario. Estoy fatigado de luchar con mis sentimientos, con mis deseos, con mis ideas. El reto diario de ser como mis ideales reclaman que sea. La tensión diaria de alcanzar las metas que la vida y yo mismo me propongo. Los miedos ordinarios a los que enfrentarme de continuo. Las cruces de las que bajarme o aceptar como parte de mi peregrinar vital. El combate constante de la mente, el alma y el espíritu por respirar, por liberarse. Solo en el silencio interior puedo descansar, solo en silencio de Dios puedo respirar... solo en la oración puedo vivir. Solo en ese diálogo íntimo que sostengo conmigo mismo en presencia de Dios, me hace continuar.

“Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mt 6,6)

El camino se hace más duro, se hace más incómodo y estrecho. Mi cuerpo empieza a quejarse, se deshidrata y se cansa. La meditación requiere más concentración, no debo despistarme con quejas y dudas. El silencio deja paso al ruego, el descanso deja paso al trabajo, el sosiego deja paso a la petición. El reto es no desconfiar, no inquietarme, superar el momento difícil que se avecina. Debo estar preparado, debo confiar y no temer. Las curvas se suceden y los pies se irritan. El sudor baña mi frente y respiro con más dificultad. Bebo algo de agua y reduzco un poco la marcha para mirar atrás, no para dudar si no para animarme. Llevo recorrido la mitad de la ruta, sé que queda la parte más difícil, pero también sé que soy más fuerte que cuando empecé la ascensión. Renuevo las fuerzas y me encomiendo a Dios nuevamente.

“Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan” (Sal 23, 4)

La senda se ha estrechado de tal forma que el grupo asciende de uno en uno aumentando la soledad y la sensación de falta de apoyo. A nuestra izquierda el barranco interminable se abre como una boca que nos quisiera engullir. No quiero experimentar el miedo, la inseguridad y la inquietud, pero la vida es incierta, la vida es cambiante y la vida es evolución. Si quiero avanzar debo enfrentar mis inquietudes y mis miedos, debo mirarlos cara a cara, debo buscar y afrontar mis frustraciones y fracasos. El ruego se torna visión, la petición se convierte en realidad, el trabajo deja paso a la verdad. No soy un santo, no soy un gran hombre, ni siquiera soy un buen hombre. Esa es la verdad. Solo admitiendo y tocando la realidad puedo curarme. Solo renunciando a mis idolatrías construidas a mi alrededor puedo sanar mi interior. Fuera mentiras y caretas. Es el momento de comprender, es el momento de ver, es el momento de aceptar desde el sosiego y la serenidad. Desde la verdad y la humildad. Es el momento de poner en paz mi interior.

“...y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32)

Sin darme cuenta hemos llegado a la cima. Entre meditaciones y oraciones hemos llegado a la cumbre. El paisaje se abre ante nosotros grandioso y enorme. Espacios que el ojo no alcanza a interpretar, distancias que el alma no termina de calibrar. El aire, el sol, la altura, todo me habla de Dios. Soy como una hormiga entre tanta inmensidad, pero comprendo que soy importante para él. Comprendo que mi meditación, no es sólo un monólogo interior en presencia de él, sino un diálogo entre dos porque hay respuesta. La oración es una conversación, es un intercambio de palabras de ida y vuelta que construye y engrandece el alma. Porque él responde, siempre responde. Y siempre me dice lo mismo con diferentes palabras y por diferentes maneras: “Estoy contigo”.
Comprendo que durante todo mi peregrinar por la vida, durante mi marcha por el camino, él siempre ha estado conmigo. Siempre velado, siempre escondido, pero a la vez, sosteniendo mis fuerzas, corrigiendo mi rumbo. Ha estado hablándome en las circunstancias, susurrándome en los pensamientos, acompañándome en mis fracasos... pero soy un ingrato que no le parece suficiente que Dios mismo esté pendiente de él. Soy un ambicioso que no se preocupa de lo que Dios le pide, sino, únicamente, de lo que Dios le puede dar. Reconozco que Dios en la persona de Jesucristo ha estado conmigo y siempre estará. ¿Qué más puedo pedir?

“... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)

Y entonces mi corazón se ensancha y mi alma se agranda y en la cumbre de la montaña me siento renovado y querido. Nacen en mí deseos de amistad, deseos de generosidad, deseos de perdón. Nace en mí la valentía, el ánimo y la paz. Y sé que Dios está conmigo, no porque lo sienta, no porque lo imagine, no porque mi caminar haya sido perfecto o meritorio. Sé que Dios está conmigo... porque lo deseo.
Las durezas del camino han provocado un mayor deseo de Dios. Las cuestas, las incomodidades, las debilidades, las cruces han originado en mí un deseo más intenso de la presencia de Dios...
Y él hacia mí se ha inclinado.

“Les dijo Jesús: Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6, 35)


Dedicado a los Montañeros de Santa María con los que comparto, mucho menos de lo que quisiera, oraciones y cumbres.