¡Y qué le voy a hacer! Yo celebro San Luis Rey de Francia. Siempre digo que entre celebrar a un italiano y a un francés, preferí celebrar al francés. Si ya lo sé, no queda fino en España reconocer que se quiere bien a Francia… pero ese es mi caso. He pasado momentos muy felices de mi vida en el país vecino, me gusta el francés más que ninguna otra lengua que no sea la que habla Dios (el español), y tengo excelentes amigos franceses. Además, ya que en todo caso con aristócratas nos la jugamos, mejor rey (San Luis de Francia) que marqués (San Luis Gonzaga). ¿O no?
Bromas aparte, en mi casa San Luis de Francia tiene su pequeña tradición. Ya era San Luis de Francia mi padre, ya era San Luis de Francia mi tía abuela, amadísima de mi abuelo y razón última y primera de que mi padre fuera Luis… y por ende yo. Después de tantas alharacas, no iba a salir yo por peteneras celebrando a San Luis Gonzaga, ¿no les parece?
Felicidades pues, tal día como hoy, a todos cuantos (muy pocos en España) celebren como yo a San Luis de Francia. Y como ni ellos, ni menos aún los que no lo celebren, sabrán muy bien quién fue salvo que, como su propio nombre indica, fue rey de Francia, les daré alguna pista que ya me daban a mí de chiquitito, a saber, que
San Luis Rey de Francia es
el que con Dios pudo tanto
que le concedió ser santo
a pesar de ser francés.
¿Alguna información más? Por supuesto que sí. Ante todo, San Luis Rey de Francia es el noveno de los luises y el noveno también de los reyes Capetos.
Nacido el 25 de abril de 1214, es hijo de Luis VIII el León, y por supuesto, de una española, la infanta Blanca de Castilla, hija de Alfonso VIII, ¿cómo si no iba a ser santo siendo francés? Circunstancia que además le convierte en uno más de los muchos y celebrados santos de tan santa familia, pues también lo es su primo Fernando III de Castilla, a quien le unía común abuelo, el citado Alfonso VIII.
Proclamado rey a la temprana muerte de su padre cuando apenas tenía doce años de edad, reina sus primeros años bajo la tutela y regencia de su española madre, que ni que decir tiene, es quien le educa en la fe, lo que dará como resultado un verdadero asceta entregado a ejercicios de privación que incluían autoflagelaciones, lavar los pies a los mendigos o compartir su mesa con leprosos. Mi tocayo se unirá a la orden franciscana seglar, los terciarios, y será a su vez fundador de no pocos monasterios, así como de la famosa Santa Capilla de París, que construye para albergar su importante colección de reliquias.
Pero si algo determina el entero reinado de Luis IX, es su participación en el Concilio de Lyon que presidido por el Papa Inocencio IV, convoca en 1245 la VII Cruzada, cuyo mando le es entregado a él. Entre 1248 y 1254 mi tocayo desembarca en Egipto y toma la ciudad de Damieta, aunque sorprendido por la crecida del Nilo y la peste, caerá prisionero, siendo rescatado tras pagar una fuerte suma.
No cejará ahí el empeño cruzado de mi santo patrón, pues en 1270 se embarca en la que pasa a la historia como VIII Cruzada que le lleva a Túnez. La expedición acaba en un nuevo desastre, atacada esta vez por la disentería, enfermedad que matará a Luis el 25 de agosto de 1270. Con su muerte se acaban las cruzadas, tanto así que apenas veinte años después, en 1291, los cristianos pierden su última plaza fuerte en Tierra Santa, San Juan de Acre.
Canonizado bien pronto, en 1297, cosa que hará el Papa Bonifacio VIII el cual establece su festividad el 25 de agosto, mi santo patrono lo es también de Francia y de La Granja de San Ildefonso, y son muchas las ciudades que llevan su nombre en Francia, Canadá, Haití, California, Argentina, Méjico, y hasta en España, donde lo hace un pueblecito en la isla de Menorca. Ciudad que, según me informa mi buen amigo Manolo, uno de sus ilustres habitantes, fue fundada por los franceses durante su corta estancia en la isla, y cumplió el año pasado sus 250 años de existencia, por lo que justo es también que desde aquí, la felicitemos en tan festiva ocasión.
©L.A.
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