oruga de Israel,
yo mismo te auxilio”
Isaías 41, 14
Dicen los psicólogos que el miedo es necesario. Mediante él, nos preservamos de situaciones peligrosas, nos hacemos más prudentes, calculamos mejor las desventajas de ciertas situaciones, alargamos nuestra vida. Una vida sin miedo, afirman, sería difícilmente imaginable y, en cualquier caso, muy poco saludable. Siguiendo razonamientos tan ecuánimes siguen explicándonos que la educación incluye la identificación de aquello que nos hiere, con lo cual aprendemos a alejarnos de ello con un sentimiento de temor. El miedo, que es un afecto y no un razonamiento, tiene que acompañarse de la reflexión y de la voluntad, pero es el sentimiento del miedo el que en un primer movimiento inhibe nuestros actos.
No es fácil discrepar ante tan prudentes enseñanzas. En un nivel básico de la existencia sin duda son aceptables; pero por desgracia la vida humana es menos básica de lo que podría sospecharse en muchos libros. Además, hay muchos tipos de miedos. Muchos de ellos plenamente justificados, pero otros no tanto. Es lógico tener miedo a perder el trabajo o a morir; resulta comprensible temer el suspenso de un examen importante o a la enfermedad de un ser querido.
Hay épocas en los que el miedo es el sentimiento principal de los pueblos. Pensemos en las dictaduras fascistas y comunistas; en esos regímenes las personas, en contra de sus conciencias, son capaces de realizar atrocidades por miedo o terror a las consecuencias. La magnífica película de Andrezj Wajda Katyn narra cómo los polacos estuvieron dispuestos a repetir maquinalmente que la masacre de 22.000 oficiales de su ejército fue perpetrada por Hitler y no por Stalin, como todos sabía. ¿Maquinalmente? En realidad lo hacían por miedo al nuevo poder demoníaco que gobernó su país durante decenios. Así pues, hay miedos justificados y otros no tanto.
Lo que es evidente es que el hombre es un ser que siente miedo. El problema del miedo no es sentirlo, sino que nos domine hasta el punto de que seamos un títere de él. Cuando los mártires cristianos mueren por el Señor (escribo en presente y no en pasado), estoy convencido de que tiemblan de miedo. Puede ser que alguno, por una gracia del cielo, no lo haga, pero la mayoría sabe a lo que va y tienen miedo. Hacer del mártir y del santo una suerte de superhombres ajenos a los sentimientos de los demás es un modo muy deshonesto de vacunarnos de sus ejemplos. No. Ellos sienten miedo. Nuestro Señor en Getsemaní sintió terror ante lo que se le venía encima. ¿Nos podríamos imaginar al Señor dirigiéndose a la cruz sin pánico, sin angustia? No sería creíble en un Dios que se ha hecho como nosotros, seres poblados de miedos.
No obstante, Dios nos pide que no tengamos miedo. Como Dios no nos puede pedir que dejemos de ser lo que somos, es decir, seres con capacidad de sentir miedo, el Señor nos está pidiendo otra cosa. Creo que lo que nos pide es que no nos dejemos dominar por el miedo, no que no lo sintamos. Sentir miedo y tener miedo son dos realidades humanas distintas. Puedo sentir miedo a la muerte, pero no temerla y morir aunque pudiera seguir viviendo. Es el caso de la mayoría de los mártires. Si les hubieran preguntado, hubieran querido seguir viviendo, pero las circunstancias les llevó al martirio por no renegar de su fe. Volviendo a la película de Wajda, la mayoría de los polacos vivieron en la ignominia de aceptar la mentira histórica del comunismo sobre la masacre de Katyn, pero unos pocos prefirieron morir dignamente antes de contribuir a semejante traición a la historia de su patria.
Es necesario y conveniente sentir miedo del demonio, pero no debemos temerle. Sentir miedo nos permite tomarnos en serio aquello que nos produce miedo. No otra cosa es lo que dicen los psicólogos. Ello nos hace calculadores, prudentes. Pero Dios nos pide mucho más. Dios nos enseña a confiar en Él para que sepamos que no estamos solos con nuestros miedos, que Él a través de su Hijo hace suyos. El hombre de fe no se caracteriza por lo que reza o las obras de piedad que realiza; el hombre de fe es el que vive sin temer a nadie más que a Dios mismo. El hombre de fe que siente miedo a perder su empleo no teme nada, pues se sabe cuidado por el Señor y lo pone todo en sus manos. No otra es la diferencia entre el creyente y el que no lo es.
Como vivimos en tiempos de incredulidad nuestros queridos coetáneos sienten miedo y tienen miedo de casi todo. Lo más penoso es que sus miedos son muy poco heroicos. De lo que no tienen miedo es precisamente de lo que yo sí tengo: miedo a condenarse. Pero de los miedos de nuestros queridos coetáneos hablaremos en otra ocasión.
Un saludo.