Encontré una carta de Fr. Bruno Cadoré, Maestro de la Orden de Predicadores, fechada el día 31 de mayo del año 2012, sobre el significado de la liturgia en la vida de los cristianos, especialmente, de los frailes. Me pareció muy equilibrada y, por ende, atinada. En medio de una problemática litúrgica a menudo marcada por la falta de preparación y profundidad, las palabras del sucesor de Santo Domingo de Guzmán aparecen como una luz al final del túnel. Lo anterior, en clave de diálogo.
De entrada, señala que los actos propios de la liturgia no deben ser llevados al extremo en lo que a las formas se refiere: “Necesitamos celebraciones litúrgicas bien preparadas, porque todos convenimos en que alegra participar en celebraciones de calidad, aunque sean sencillas. En cambio, salimos cansados, irritados, y hasta desanimados cuando las celebraciones son pesadas, sea por un exceso de formalismo o por un exceso de informalidad. Cuando esto último ocurre, nuestra celebración puede terminar perdiendo su centro, podemos olvidarnos de Cristo y terminar centrándonos en nosotros mismos”. Realmente el autor ha hecho un buen análisis. Hoy por hoy, vemos de todo. Desde las Misas en las que el coro interpreta todo tipo de canciones menos las que tienen que ver con la música sacra, hasta las que se celebran con un toque triste o nostálgico. Por lo tanto, lo esencial, lo que hay que poner con mayúsculas, es que el centro de todo, es decir, de los ornamentos, la música, las veladoras, las lecturas, etcétera tiene que ser Jesús, la experiencia de encuentro con su amor que se nos revela o comunica a través de la oración y de los sacramentos.
La liturgia no es evadir la realidad, sino hacer un alto para contemplarla con ojos nuevos, es decir, a partir de la mirada de Dios que es mucho más profunda, pues descubre lo esencial por encima de lo accesorio. Como dice el Maestro de la Orden, “las aspiraciones del mundo las presentarnos una vez mas, por supuesto, en la oración de intercesión que es tan importante en nuestra tradición. Siguiendo el grito de Domingo: "¿Qué será Señor de los pecadores?", la intercesión es, en efecto, una característica especifica de nuestra tradición espiritual, de nuestra tradición de oración. En otras palabras, el hecho de contar con espacios agradables y sencillos de diálogo con Dios, nos conecta con las personas que nos rodean, con el mundo, con los cinco continentes, pues ponemos las luces y sombras de la humanidad en la presencia del Padre Celestial, en las manos de quien envió a su propio hijo para salvarnos. No es lo mismos orar en un lugar ruidoso y en malas condiciones, que valerse de una capilla iluminada, en la cual, a través de la música sacra se da un ambiente apropiado para retomar a Cristo, dejando que sea él quien nos hable y, desde ahí, podamos hacer vida su proyecto en el aquí y el ahora. La acción litúrgica no es un acto teatral o del pasado, sino una experiencia en la que Dios interviene para alimentar nuestro interior y darnos las herramientas necesarias para vivir con alegría y pasión.