El 1 de noviembre de 1999, dando un retiro en Münster, cogí un periódico local para pasar el rato. En la primera página vi varias figuras clericales que se felicitaban mutuamente. Me pareció extraño ver los alzacuellos, sotanas y solideos cardenalicios dándose la mano los unos a los otros. Me fijo y leo: “Declaración conjunta entre la Iglesia luterana y el Vaticano sobre el tema de la justificación”. Leí la declaración y me llené de gozo. Tantos años predicando y, al fin, un documento oficial que va en la misma línea.

            El resto de la tarde me perdí por las calles de esa pequeña ciudad  del norte de Alemania. Pensaba en un amigo, gran predicador, que acababa de morir tres meses antes, a los sesenta años. ¡Si hubiera podido leer esto! Pensaba en la prensa española. “¿Habrá tenido alguna repercusión en los diarios españoles esta declaración?” Siglos de desencuentro parecían, al menos teóricamente, quedar superados con estas breves líneas.

             Mi interés principal no era ecuménico ni tenía mucho que ver con la unión de las Iglesias. A mí lo que me interesaba es que se pudiera predicar en España la gratuidad de la salvación sin que te tachara de protestante cualquiera de los oyentes, como tantas veces me sucedió. La declaración decía: Sólo por gracia, mediante la fe en Cristo Jesús y su obra salvífica, y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que mueve nuestros corazones, capacitándonos para las buenas obras y llamándonos a ellas. Gracias a Dios, después de esto ya podemos decir que sólo nos salvamos por la fe en Cristo Jesús y que las buenas obras son, como máximo, comprobantes de esa fe sin poder salvífico alguno por sí mismas. Como diría el maestro Eckhart: Las obras buenas no nos santifican; somos nosotros los que tenemos que santificarlas a ellas.

            Es que no da lo mismo una cosa que otra para llegar a una evangelización profunda, como se busca ahora. Si la evangelización va en la línea de proclamar a Jesucristo vamos bien. Si lo que se intenta es hacernos mejores, más buenos y más cumplidores de las obras de misericordia no vamos a adelantar gran cosa. Cualquier pagano puede ser bueno y vestir al desnudo, enterrar a los muertos y dar de comer al hambriento. No se trata de volver a predicar las obras buenas y la solidaridad universal y los demás valores cristianos sino a Cristo muerto y resucitado.

            Lutero predicó la gratuidad a tumba abierta pero se pasó varios pueblos. Tanto enfatizó la justificación gratuita por la fe que la hizo extrínseca, destituyendo a todo fiel de todo mérito, incluida la Virgen. La fe en Cristo nos salvaría a todos los creyentes, incluida la Virgen, como se salva a un niño que se cae a un pozo. La teología de Trento puso las cosas en su sitio. Dice algo así: “Nos salvamos gratuitamente pero la gracia santificante, que es la que realiza la salvación, es intrínseca y va actuando en nosotros la santidad a lo largo de la vida. Esta gracia, aunque sea obra de Dios, incluye mérito ya que sucede en nosotros, en nuestra historia personal, y la aceptamos a pesar del gran compromiso que a veces nos crea”.

            Al rebufo de Trento nació lo que dio en llamarse Devotio moderna, que derivó en una espiritualidad de contrarreforma. Los jesuitas, recién nacidos, entraron de lleno en esta dialéctica, si bien no fueron los únicos. La Devotio moderna se opuso de tal forma a la gratuidad luterana que dio origen a un moralismo de obras y comportamientos que llenó la pastoral de manuales, de exámenes de conciencia, de propósitos y de cautelas. Se seguía hablando de gracia pero era una gracia cosificada que se podía merecer, ganar, perder, recobrar, calcular y exigir. Todo el peso de la salvación recayó en el sujeto y en sus obras, con lo que el cielo, para llegar a él, había que ganarlo a pulso. Con ello se perdió la gratuidad de la salvación en Cristo Jesús y desde entonces en vez de invocar al Espíritu Santo se invocaba al esfuerzo de la propia voluntad.

            En los cuatro últimos siglos la espiritualidad ha seguido por esos derroteros. Hemos endurecido la imagen de Dios proyectando sobre ella nuestros propios complejos y temores. El pueblo cristiano ha temido mucho a Dios, amándole muy poco ya que de él esperaba un juicio inexorable. Si un niño de colegio se masturbaba y moría aquella noche iba al infierno sin apelación posible. Dice la señora: “Padre, mi hija no cree, ni va a Misa, ni bautiza a los niños, pero es muy buena ¿sabe?, allí donde hay una pena allí está ella”. Si la mujer lo dice con pena, hay que animarla; si lo dice retando se le puede contestar. “Sí, su hija es muy buena, pero sin Jesucristo”. Hemos predicado la bondad como si el ser buenos nos justificara.

            Yo pienso que la devoción al Sagrado Corazón, lo mismo que la de la Divina Misericordia, han sido reacciones del Espíritu Santo para darle a la espiritualidad católica un poquito de respiro ante la falta de gratuidad y clemencia que inundaba el ambiente. La deriva moralista asfixia a la Iglesia y sus exigencias vacían las iglesias. Ahora, gracias a Dios, está cambiando lo más profundo de la teología. Volvemos a la genuina gratuidad católica en la que el Espíritu Santo, la gracia santificante, los dones y los frutos se vuelven a colocar en su sitio. Volvemos a entender que el amor de Dios no consiste en que nosotros amemos a Dios sino en que es él el que nos ama primero (1Jn 4, 10). O como dice Santo Tomás de Aquino: “Nadie es bueno por amar a Dios, sino que es Dios, al amarnos, el que nos hace buenos”.

            Decía un profesor que entre los jesuitas siempre hubo dos corrientes muy distintas frente a la gratuidad. Los españoles, sobre todo castellanos, que fueron suaristas y molinistas, creadores indirectos del moralismo pasado, y los centroeuropeos, más tomistas y menos enfrentados con Lutero y su gratuidad inflada. Entre éstos surgió la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que no es más que una devoción, pero que su emergencia se debe a la falta de una genuina teología de la gracia, tal como ahora se reivindica en la Declaración conjunta arriba comentada.

            Ahora, ante la nueva evangelización, debemos de estar atentos a la teología de base que se quiera proponer. Si, como digo, volvemos a insistir en las obras, si el centro de la evangelización es el pecado y cómo librarnos de él, erraremos totalmente el camino. Por el contrario, si nos centramos en la acción previa de Dios, realizada en Cristo, que nos ama, nos busca y nos recrea, reconstruye y rehabilita, entonces evangelizaremos sobre roca firme bajo el primado del amor.

            Escuchemos cómo suena una bellísima oración, de la más alta gratuidad, escrita por un jesuita, San Claudio de la Colombiere. Si quitamos cierta ampulosidad literaria del siglo XVII, nos quedamos con unas pautas muy dignas de tener en cuenta para la base teológica nueva, que debe configurar la teología y la vivencia cristiana del futuro:


Dios mío, estoy tan persuadido de que veláis sobre todos los que en Vos esperan y de que nada puede faltar a quien de Vos aguarda toda las cosas, que he resuelto vivir en adelante sin cuidado alguno, descargando sobre Vos todas mis inquietudes. Mas yo dormiré en paz y descansaré; porque Tú ¡Oh Señor! Y sólo Tú, has asegurado mi esperanza.

Los hombres pueden despojarme de los bienes y de la reputación; las enfermedades pueden quitarme las fuerzas y los medios de serviros; yo mismo puedo perder vuestra gracia por el pecado; pero no perderé mi esperanza; la conservaré hasta el último instante de mi vida y serán inútiles todos los esfuerzos de los demonios del infierno para arrancármela. Dormiré y descansaré en paz.

Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de su vida, o sobre el rigor de su penitencia, o sobre el número de sus buenas obras, o sobre el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor, toda mi confianza es mi confianza misma. Porque Tú, Señor, solo Tú, has asegurado mi esperanza.

A nadie engañó esta confianza. Ninguno de los que han esperado en el Señor ha quedado frustrado en su confianza.

Por tanto, estoy seguro de que seré eternamente feliz, porque firmemente espero serlo y porque de Vos ¡oh Dios mío! es de Quien lo espero. En Ti esperé, Señor, y jamás seré confundido.

Bien conozco, ¡ah! demasiado lo conozco, que soy frágil e inconstante; sé cuánto pueden las tentaciones contra la virtud más firme; he visto caer los astros del cielo y las columnas del firmamento; pero nada de esto puede aterrarme. Mientras mantenga firme mi esperanza, me conservaré a cubierto de todas las calamidades; y estoy seguro de esperar siempre, porque espero igualmente esta invariable esperanza.

En fin, estoy seguro de que no puedo esperar con exceso de Vos y de que conseguiré todo lo que hubiere esperado de Vos. Así, espero que me sostendréis en las más rápidas y resbaladizas pendientes, que me fortaleceréis contra los más violentos asaltos y que haréis triunfar mi flaqueza sobre mis más formidables enemigos. Espero que me amaréis siempre y que yo os amaré sin interrupción; y para llevar de una vez toda mi esperanza tan lejos como puedo llevarla, os espero a Vos mismo de Vos mismo ¡oh Creador mío!  para el tiempo y para la eternidad. Así sea.

Es la conclusión del discurso 682, que trata precisamente de la confianza en Dios (O.C. IV, p. 215).

Agosto 2012

Chus Villarroel O.P.
fraychusvillarroel@yahoo.es