Estos días, más tranquilos, los suelo aprovechar para leer o releer libros que la agitación del curso no me permiten abordar con la necesaria calma. Entre ellos, este año he recuperado la encíclica Humanae Vitae, piedra de escándalo para muchos hoy en día. No pretendo comentarla ahora, pero sí señalar un punto que me ha llamado poderosamente la atención y que Pablo VI titulaba “Graves consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad”.

En cuanto leí el título pensé que, tras más de cuatro décadas de extensión casi universal de la contracepción, estaríamos ya en condiciones de juzgar si estas consecuencias que profetizaba el Papa eran una realidad o si, como muchos de sus críticos señalan, fue incapaz de abrirse a una mentalidad moderna y pecó de pacato y exagerado. Pues bien, esto es lo que dice Pablo VI en el punto 17 de la Humanae Vitae:

Los hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos de la regulación artificial de la natalidad.

Consideren, antes que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad”.

Infidelidad conyugal y degradación general de la moralidad, fenómenos que los sociólogos y las estadísticas no dejan de confirmar.

Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y
psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoístico y no como a compañera, respetada y amada
”.

Que se lo expliquen a las miles de mujeres que padecen violencia por parte de sus “compañeros” y que, por más campañas de concienciación que se hacen sin ir a la raíz del problema son cada día más numerosas.

Reflexiónese también sobre el arma peligrosa que de este modo se llegaría a poner en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. ¿Quién podría reprochar a un gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la colectividad lo que hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para la solución de un problema familiar? ¿Quién impediría a los gobernantes favorecer y hasta imponer a sus pueblos, si lo consideraran necesario, el método anticonceptivo que ellos juzgaren más eficaz?

¿Habrá que recordar los escándalos de esterilizaciones masivas impuestas normalmente desde una visión eugenésica?  ¿Y qué me dicen de las campañas estatales para extender el uso de ciertos métodos contraceptivos?  

Y acababa el Papa el citado punto advirtiendo de que: “Por tanto, si no se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito quebrantar”.
Límites necesarios, salvaguarda del bien común, que casi ningún estado actual reconoce.

¿Y aún hay quien duda de que esta encíclica es profética?

Seguimos esperando, eso sí, a esos hombres rectos que se convenzan de la verdad de la doctrina católica a partir de la observación de la realidad.