Siempre me han impresionado esos testimonios de misioneros, donde narran las dificultades para llegar a aldeas y celebrar la Eucaristía. O aquellos otros relatos, donde la gente, hombres, mujeres y niños de todas las edades, recorren kilómetros para llegar a la parroquia un domingo y participar en la misa. Detrás de esto hay un hambre de Dios que asombra, como la de aquella multitud que comió de los panes que el Señor multiplicó.
¿Y aquí?, donde es tan fácil acudir a misa. Hay tantas y tan a mano. Y, sin embargo, cuántas excusas y cuántas pegas. Parece como si nos hubiéramos acostumbrado a Dios. Está tan próximo y tan disponible, que ya no valoramos algo tan gran y tan bello, como es esa cercanía del Señor en la Eucaristía.
Recuerdo cuando un compañero rumano, que estudió conmigo en el Seminario, contaba con una emoción inmensa la misa de Navidad que celebraron en su ciudad natal, después de años y años sin poder celebrar la Eucaristía públicamente. Estaban a muchos grados bajo cero, y como el gobierno comunista nos les dejó ninguna iglesia, tuvieron que quedarse en la calle. A pesar del inmenso frío, la plaza donde celebraron la misa se llenó.
Si la misa es algo tan fundamental, entonces ¿por qué, a veces, nos resulta tan rutinaria, por no decir aburrida? Si realmente lo necesito, ¿cómo me preparo para asistir a la misa? Si de verdad me importa, ¿llego con tiempo para leer y meditar las lecturas? Si la valoro, ¿entiendo cada parte de la misa como si en ello me fuera la vida? Y, si reconozco que ahí está Dios, ¿soy consciente de lo que significa recibir la Eucaristía?
Al final, todo esto, como siempre, es una cuestión de amor. La medida de mi amor a Dios me la da el deseo de asistir a la Eucaristía. Sucede lo mismo que a las personas enamoradas. Quieren estar siempre juntas y la sola idea de la separación les rompe el corazón. Y yo, que hasta que no esté en el cielo, no voy a estar tan unido a Dios como en la Eucaristía, ¿no debería tener un deseo infinito por recibirlo?