¡Qué expresión tan hermosa la del apóstol Pablo cuando escribe a los de Colosas: Me alegro de sufrir por vosotros. Así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo, que es la Iglesia. La exhortación de Pablo nos tiene que llevar a cada uno de nosotros a dar la vida por Jesús, a la entrega, al sacrificio, al servicio. Esto es lo que constituye la alegría de aquel que hospeda en su tienda, en su corazón, a Jesús.
La página del Santo Evangelio que escuchamos este domingo nos presenta una de las escenas más amables de la vida de Jesús, y nos sirve para entrar un poco en las maneras del Señor.
Jesús tiene una casa donde puede descansar. Jesús entra en esa casa a tomar algún descanso en medio del trabajo incesante de su predicación. Y descansa allí porque encuentra corazones buenos, corazones amigos, corazones que le estiman, que le quieren. Por eso puede descansar allí. Entra con familiaridad en aquella casa, habla con las personas de aquella casa con intimidad, con la intimidad y con la familiaridad que da el tener los mismos pensamientos, el tener los mismos criterios, el tener los mismos afectos en el corazón. Por eso -afirma el padre José Antonio Aldama1 comentando este evangelio-, por eso descansa allí Jesús.
Y esta es la primera lección que recibimos de este evangelio: para que Jesús pueda descansar en nosotros, para que venga a morar en nuestra tienda, son necesarias estas disposiciones: los mismos criterios, los mismos sentimientos, el mismo amor.
Dos hermanas lo reciben en su casa; dos hermanas que encuentran en Jesús toda su ilusión, todo el tesoro de sus corazones; las dos por igual. Pero la expresión de lo que encuentran en Jesús no es igual en las dos. Una recibe sencillamente la palabra de Jesús, se sienta a sus pies a escucharlo y esa palabra del divino Maestro que va cayendo sobre su corazón mansamente, la va alimentando a ella, le va dando fuerzas para el camino de la vida, la va consolando; va poniendo bálsamo en sus heridas, en las heridas de su corazón.
La otra se afana por darle a Jesús algo, lo que Él necesita; y por prepararle una estancia buena en casa, para que descanse Él, para que se consuele Él. Y se pone a trabajar afanosamente para que no le falte nada a Jesús. Y todo le parece poco. Muchas cosas. Y Jesús le dice que basta una (cf. Lc 10,42). Muchas cosas, porque si una basta para Jesús, no basta una para su amor.
Dos hermanas centradas ambas en Jesús. Dos hermanas que lo encuentran todo en Jesús. Y ese todo se expresa de distinta manera, pero, al fin y al cabo, es solo por Jesús.
Hay en este pasaje un sentido alegórico que han visto los Santos Padres de los primeros siglos de la Iglesia -por ejemplo, San Agustín- y que es tradicional, viendo en las dos hermanas una imagen de las dos vidas que existen en la Iglesia alrededor de Jesús: la vida contemplativa y la vida activa. Ambas son para Jesús: una se preocupa de contemplar a Jesús; otra se ocupa de hacer algo activo por Jesús. Y es tradicional en la Iglesia el que la palabra última de Jesús se aplique también así; y que Jesús ha dicho -y la Iglesia lo confirma plenamente- que la mejor parte es la parte de María (cf. Lc 10,42); la que ha escogido contemplar, oír, escuchar, recibir de Jesús.
Pero esta interpretación del pasaje no lo deja totalmente en su sentido completo. Hay más, porque no hay una reprensión de Marta, aunque Jesús le diga que no hacía falta afanarse tanto por Él; Jesús lo dice con su modestia de siempre, como si afirmara: Para Mí bastaría algo, no me hace falta tanto. No es un reproche a Marta. No puede ser un reproche a su amor que se afana y al que todo le parece poco para Jesús.
No hay aquí un reproche para Marta y una alabanza para María; hay dos maneras de reaccionar Jesús, como hay dos maneras de reaccionar estas hermanas. Ambas buenas, ambas santas, ambas, al fin y al cabo, recibiendo todo de Jesús.
Y es que en nuestra propia vida, en nuestro propio corazón, hay también un lugar en donde entra a descansar Jesús. Hay lugar para estas dos expresiones de amor: buscarle a Él, la intimidad de los sacramentos, el llenar nuestro corazón del amor a Cristo, no de una simple amistad. Y después, porque este amor al Señor lo llena todo, hay una necesidad vital de hablar a los otros de este amor, de vivir según este amor. Nuestro corazón para Él, nuestro corazón entregado a Él.
Como señala el libro del Apocalipsis, Jesús llama a tu puerta. Si quieres, le abres; puedes abrir un poco la puerta para ver que es Él y saludarle; si quieres, puedes abrir la puerta de par en par y decirle que entre, que tome posesión de lo que es suyo. Pero primero está la acción del Señor, que viene a tu vida.
Las dos actitudes son buenas. El Señor nos aclara que no puede faltar -porque es la mejor- la vida en Él, la vida de contemplación, la vida de oración, la vida de amor. Porque toda otra actividad terminará siendo vacía, por más intención que tenga, por más claridad que haya en su comienzo, si no se alimenta del amor de Jesús.
Dos actitudes que debe vivir el cristiano, que se dan en aquel que ama. Y no hay problema de partición interior. El que ama a Jesús se entrega por Él y le predica y da su vida por Él. ¿De dónde vamos a recibir el bien para los demás si no es de Jesús? ¿Dónde vamos a tener el consuelo sin el único que puede enjugar nuestras lágrimas en el fondo del corazón, que es Jesús? ¿Dónde vamos a tener el bálsamo para las heridas de la vida -las nuestras y las de los otros- sino en Jesús, en la unción que produce en nosotros su amor? ¿Dónde va a tener comprensión nuestro corazón en el mundo si no es en la comprensión infinita del Corazón y del amor de Jesús?
Esta es la actitud necesaria para todos. Este es el momento de reflexionar precisamente sobre cómo es nuestro trato íntimo con Jesús a través de los sacramentos, de nuestros ratos de oración, de nuestras lecturas: si es poco o mucho, si nos interesa o si nos limitamos a cumplir. Es ahora, otra vez, el momento de renovar en nosotros la amistad con Jesús, la verdadera amistad, la que lo llena todo.
Antes de terminar, os recuerdo que esta semana celebramos la memoria solemne del apóstol Santiago. Desde hace muchos siglos el “Señor Santiago” se ha convertido en emblema de nuestra fe apostólica y de nuestra cultura cristiana. Su presencia nos alienta a vivir, con el mismo ardor de los orígenes, la pasión por el evangelio.
Los textos de ese día destacan que fue elegido por Cristo entre los apóstoles de la primera hora: Oh glorioso apóstol Santiago, elegido entre los primeros; y, por tanto, fue testigo predilecto de los momentos fundamentales de la vida de Cristo. Fue testigo junto al lago de la primera llamada mesiánica; acompañó a Jesús en las curaciones milagrosas de la suegra de Pedro y de la hija de Jairo; vislumbró el rostro glorioso de Cristo en el Tabor; y presenció adormecido la angustia de Getsemaní. Su cercanía a Cristo fue el fundamento de su ardor para predicar como apóstol lo que había visto y oído personalmente. Se convirtió en un heraldo del Evangelio de Cristo, y así nos lo presenta la tradición multisecular.
El mismo Cristo había predicho su entrega y su martirio: Fue el primero entre los apóstoles en beber el cáliz del Señor. Y se convirtió en un testigo (mártir) predilecto de la Iglesia; porque tal como relata el libro de los Hechos en la primera lectura de esta solemnidad, Santiago fue mandado decapitar por Herodes para impedir el avance inicial de la fe en Jerusalén. Pero su muerte se convirtió en aliento y testimonio para quienes observaban la coherencia de vida. Como recuerda San Juan Crisóstomo en el Oficio de lectura de ese día: Desde el principio se dejó llevar de su gran vehemencia y, dejando a un lado toda aspiración humana, obtuvo bien pronto la gloria inefable del martirio.
Que la celebración de la fiesta del Apóstol Santiago, Patrono de España, estimule nuestra fe, tal vez un poco adormecida, y nos obligue, como respuesta, a vivir el mensaje evangélico que predicó el Apóstol en nuestra Patria.
PINCELADA MARTIRIAL
El palentino beato Nicéforo de Jesús María (Vicente Díez Tejerina) era el superior provincial de los Pasionistas y se hallaba en julio de 1936 en la comunidad de Daimiel (Ciudad Real), cuando todos los religiosos fueron dispersados por los milicianos la noche del 21 al 22 de julio, pocos días después de la rebelión militar que dio origen a la Guerra Civil.
Había profesado el 17 de marzo de 1909, cambiando su nombre de pila por el de Nicéforo, y fue ordenado sacerdote el 17 de junio de 1916. Destinado a México, sufrió allí persecución y fue finalmente expulsado por su condición de religioso extranjero.
Cerca de la medianoche del 21 de julio de 1936 los milicianos obligaron a los pasionistas a desalojar su casa. Los treinta y un religiosos se separaron con la esperanza de reencontrarse en Madrid, pero el día 23, seis de ellos, entre los que se contaba el padre Nicéforo, fueron fusilados en el pueblo de Manzanares.
Los demás, hasta un total de veintiséis, fueron asesinados en diferentes lugares hasta el 23 de octubre de 1936. Dieciséis pasionistas contaban entre dieciocho y veintiún años, pues eran recién profesos que estudiaban con vistas al sacerdocio.
Terminada la guerra, entre abril y mayo de 1939, los restos de Nicéforo de Jesús María fueron localizados y, en 1942, exhumados y llevados a Daimiel, junto a los de sus compañeros mártires, y colocados en la cripta de la iglesia de los pasionistas.
Nicéforo fue beatificado por san Juan Pablo II el 1 de octubre de 1989, junto a otros 25 mártires pasionistas. Sus reliquias se veneran en el Santuario del Cristo de la Luz de Daimiel, debajo del camarín de dicho Cristo.
En el Santuario de Santa Gema Galgani de Barcelona se ha dedicado un altar a los veintiséis mártires de Daimiel, encabezados por el beato Nicéforo, en honor a que dicha comunidad fue fundada por él en 1932.
1 JOSÉ ANTONIO ALDAMA S.J. Homilías. Ciclo C. Páginas 249 y siguientes. (Granada, 1994).