No debemos caer en una visión de la figura de Jesús que sea llevada al extremo. En otras palabras, ni quitarle sus rasgos humanos, ni negar su divinidad. De ahí que el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, declarara en el año 451 lo siguiente:
“Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, "en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad…”.
Cristo estuvo físicamente en el mundo y ahora su presencia se ha perpetuado en la Eucaristía. Como el rostro humano de Dios, quiso quedarse con todos y cada uno de nosotros en la pequeñez de una hostia. Si bien es cierto que él está en cualquier parte, también es verdad que el hecho de caminar a nuestro lado, parte de esa dimensión eucarística que celebramos en la Misa. De tal forma, que en el sagrario se esconde el amor y la entrega incondicional de un Jesús que se interesa por nosotros, animándonos y compartiendo nuestra suerte. Se trata de Dios y, por ende, de alguien que conoció de primera mano lo que significa vivir y caminar en medio de la sociedad y de las relaciones humanas. Nunca le podremos echar en cara que no conoce nuestras alegrías y tristezas, porque él ya las compartió a través de su paso por el mundo, por medio de su encarnación en el seno de María.
Nos encontramos ante un Dios que no nos mira desde las alturas, sino que quiso aventurarse a vivir con nosotros. Sabía que lo necesitábamos y no dudó en venir a salvarnos, sin embargo, conviene preguntarnos, ¿de qué nos salva Jesús? Y la respuesta es que nos rescata de la indiferencia, del afán de cometer atropellos e injusticias, de una forma de vivir hacia lo superficial, para enamorarnos de su causa y, desde ahí, ser felices.