He hablado con el monje en la Gruta. Llovía. La Virgen nos miraba.
-Escuche, joven, esta historia -me dice el monje-. He conocido a un hombre aquí que tenía la mano seca, deforme. Había pedido a la Virgen que se la curase, porque lleva así toda la vida, 60 años de vida. Pero la Virgen le ha dado una gracia mayor. El hombre me habló, lo hizo en voz baja: “Yo quería una curación para mí. He comprendido que esto no es malo, pero no es del todo bueno. He visto a un muchacho en una silla de ruedas, paralítico, retorcido sobre sí mismo, un poco como aquel científico, Hawking. Me ha dado mucha pena. Y entonces he pedido a la Virgen que le curase a él, no a mí. Mi mano, ya lo ve, sigue igual. Entonces, atienda, por favor, al desprenderme de mi curación, se me ha dicho: ¿por qué no te comportas como si tu mano hubiese sido curada? ¿Qué harías? ¿Saldrías corriendo a decírselo a todo el mundo, llorando de alegría? ¿Darías gracias al buen Dios y a la Virgen en el Templo, como pedía Jesús? ¿No se lo dirías a nadie -también esto lo pedía Jesús- y Le seguirías? ¡Todo, lo haría todo!, dije yo. Entonces, ¿por qué no lo haces ahora mismo? ¿Por qué pides otro milagro? ¿No te das cuenta de que vives gracias a Mis milagros? Tu cuerpo funciona, tus células interactúan, el cielo no se desploma sobre tu cabeza, ni la tierra se hunde bajo tus pies, puedes ver las flores, el río y los montes; puedes comer y beber; puedes ¡vivir!
Toda vida es un milagro. Un milagro tras otro. Cada nanosegundo se produce un milagro, ¿es que no lo entiendes?
Y yo he dicho que sí y he sonreído y estoy en una Paz desconocida."
-No tengo palabras -dije.
-Aprenda, joven, esta pequeña lección. Y vaya a la Adoración al Santísimo. Allí verá a Dios. La sonrisa de Dios.
El monje se alejó hacia el río y se perdió en la niebla…
En la capilla de la Adoración estaba Nuestro Señor sacramentado, el icono de la Trinidad de Rublev y la Virgen del Perpetuo Socorro. Y también una monjita anciana que contemplaba al Señor y sonreía levemente. Pude ver unos ojos azules purísimos. Y me di cuenta de que la monjita estaba conversando de verdad con Jesús, tal era la paz y la infinita, pacífica alegría que transmitía. Hablaba con Dios y no apartaba los ojos del Santísimo. Como contraste, vi muchas caras serias o tristes y gente que escribía cosas sin levantar la cabeza… “¡Hola, estoy aquí!”, parecía decirles Jesús.
La primera monjita se fue y llego otra, igual de anciana, pero seria y cariacontecida. Al cabo de una hora, su rostro se había transformado: la misma paz y la levedad de un esbozo de sonrisa. Hablaba, sin duda, con Jesús. Pero desde un cierto dolor asumido y tranquilo. O sea, igual que la primera monja, pero distinto… Dios hace y cuida a sus flores una a una…
Paz y Bien.