Una noche, desde lo profundo del corazón, una voz me dijo: ‘¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas seguir haciendo… es una obra excelente, son obras de Dios, ¡pero no son Dios!’[1]
En la vida, todos pasamos por momentos de crisis, bien por circunstancias personales; por fracasos; por persecuciones; por una enfermedad… A veces son situaciones de gran sacrificio, en los que surgen muchas dudas y preguntas.
Ahora bien, es entonces cuando uno cae en la cuenta de que ha convertido la vida en algo tremendamente complicado. Y esto ha sucedido, no porque se hayan hecho cosas malas; posiblemente todo lo contrario. En nuestro quehacer diario siempre hemos buscado el bien; hemos querido trabajar con rectitud y honradez, intentando siempre cumplir la voluntad de Dios. Y, sin embargo, a pesar de todo eso, uno siente la necesidad de purificación. Hay que quitar hojarasca y volver a lo fundamental. Es la ocasión para descubrir que en la vida nos vamos llenando de cosas, que son muy buenas, pero que no son Dios.
Hay algo que sorprende cuando Jesús envía a los discípulos a predicar, y es la pobreza de medios con la que emprenden la misión. Se marchan sin llevar ni siquiera lo más necesario, ni pan, ni alforja, ni calderilla… Todo eso, que a nosotros nos parecería fundamental, es superfluo. La fuerza del mensaje no se basa en los medios, sino en la sencillez del Evangelio.
Vivir con esa sencillez, ¿qué me permite? En primer lugar, hace que viva desprendido, no sólo de los bienes materiales, que es importante, sino de uno mismo, es decir, me libera de la prepotencia, de pensar que tengo siempre la razón, que mis ideas, mi criterio, mi opinión tiene que estar por encima de los demás. Descubro entonces, que no puedo ocupar el lugar de Dios, porque soy sólo un instrumento. Entiendo que no me puedo apropiar de la Palabra, porque no es mía, sino que la he recibido, como una joya preciosa que tengo que cuidar, porque es una Palabra de vida pronunciada y transmitida para la salvación del mundo.
Cuando vivo desde la sencillez, aprendo que los medios son sólo eso, medios, no fines. Es cierto que son necesarios, que no puedo vivir de un mal entendido providencialismo, esperando que Dios haga un milagro, mientras yo estoy con los brazos cruzados. No, no se trata de esto, sino más bien de comprender que, si en algún momento, no tengo aquello que parece tan necesario para el apostolado o la pastoral, o que no salen las cosas según tengo previstas, o fracasan proyectos, no importa, porque al fin y al cabo, eso son obras de Dios, pero no son Dios. Saber prescindir hasta de lo más fundamental me salva del orgullo y de la autosuficiencia.
La sencillez de la Palabra es fruto del poder de Dios… es el mejor soporte de la verdad. La sencillez de los justos se opone a la incerteza, o mejor aún, a la astucia, a la mentira. La mejor garantía para comunicar la fe es la sencillez[2]