Por las noticias que S. Gregorio Magno nos da de S. Benito en los Diálogos, éste comenzó su vida monástica siendo ermitaño. Lo cual sería extensible a toda la historia del monacato cristiano, el cenobitismo de S. Pacomio surgió después de que la vida eremítica de S. Antonio el Grande diera muchos frutos. Por otra parte, aunque ha habido vinculación entre lo uno y lo otro en distintas formas, no pocas veces se han dado la vida cenobítica y la eremítica en paralelo.
Sin embargo, en la Regla parece que fuera el anacoreta un delicioso fruto de la vida comunitaria. Lo cual tampoco es un intento de dirimir la clásica disputa sobre la superioridad de una forma de monacato sobre la otra. En esto creo que no entra el capítulo, lo que en él más interesa es la definición primera del monje que va a ser el objeto de interés de toda la obra.
Los dos tipos buenos de monjes tienen dos nombres cada uno; por un lado, los cenobitas o monasteriales y, por otro, los eremitas o anacoretas. Esta denominación nos da una primera aproximación a estas formas de vida. Los primeros llevan vida en común (koinóbion) en un monasterio, los segundos viven en el desierto (éremos) separados (anachoréo) de todo.
El ermitaño que nos presenta la regla ha sido alguien que ha vivido en el monasterio antes de lanzarse a la total soledad. Pero lo ha hecho no llevado por unos primeros fervores, sino una vez que ha llegado a sazón y está ya preparado para el combate espiritual sin necesidad del apoyo que da la cercanía de otros monjes. Lo que no quiere decir que el monasterio sea simplemente una escuela de ermitaños. Esa madurez espiritual no supone el que se tenga que dedicar el monje a la vida solitaria, sino sencillamente que puede hacerlo a partir de ese momento, si es que Dios le llama a ello. El monacato cenobítico, tal como es presentado en la Regla, parece estar abierto a la posibilidad de que, dándose la premisa señalada, el monje pase a ser un ermitaño.
Pero eso no quiere decir que no haya cenobitas que sean capaces de luchar, con la ayuda divina, en soledad con los vicios y los pensamientos. En el monasterio, nos encontramos, por tanto, con dos tipos de monjes: los que aún están aprendiendo el combate interior y aquéllos que ya han quedado conformados para llevarlo adelante en soledad. De entre estos, unos seguirán luchando en ese cuerpo de ejército en campaña que es la comunidad monástica, otros se adentrarán en el desierto, lejos de todos y todo, para entablar singular combate.