Y ¿por qué escribir sobre esto? Hoy en día se habla tanto de excelencia, de dar el máximo, de ser el mejor, incluso desde el punto de vista cristiano, de llegar a ser santo, que hablar de debilidad, imperfección, parece no sólo políticamente incorrecto, sino contrario a lo que debería ser la aspiración de cualquier persona y de todo cristiano, la perfección, la santidad.
Pues bien, espero que nadie se escandalice por lo que voy a escribir a continuación, pero yo cada vez estoy más convencido de que hay que dar gracias a Dios por las propias debilidades, por los propios defectos, incluso por los pecados. ¿Cómo? Sí, has leído bien, por los propios pecados. Pero, ¿pecar no es malo? Sí. ¿El pecado no nos aparta de Dios? Sí. ¿Estás diciendo que hay que pecar? ¡No!
Me explico. No pretendo justificar con esto aquel dicho: “soy humano, me equivoco”, o “errar es humano”. Claro que el pecado es un mal, por supuesto; y, está claro, que nos aparta de Dios; y es evidente que el Señor no quiere que pequemos.
Ahora bien, hay un hecho claro, pecamos, incluso los santos han pecado. Y cuando reconozco esto, puedo pedir perdón y perdonar; pedir ayuda; ser consciente de mis límites y mis capacidades. Mientras que si me encierro en mí; si pretendo hacerlo todo con mis propias fuerzas; si no me dejo ayudar, y no busco la gracia de Dios y la ayuda de los demás, entonces, convertiré el cristianismo en una carrera de obstáculos y no en una relación de amor con Cristo.
…en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a lo encomendado. Debemos, por tanto, tener la humildad para no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la viña del Señor, confiándonos en Él como frágiles ‘vasos de barro’[2].
Además, ser consciente de las debilidades me hace humilde. No me fío de mis propias fuerzas. No pienso que por haber superado una tentación; porque hago tantas horas de oración al día; porque rezo muchos rosarios; porque soy el que más cosas hace en la parroquia, en casa, en el trabajo, en la universidad…; porque soy el más comprometido con todo y con todos, soy santo perdido. “Baja Modesto, que subo yo”, podría decir alguien.
Reconocer que soy débil, me ayuda a crecer. Tengo un camino que recorrer, donde puedo tropezar y me puedo caer, pero porque sé que esto me puede suceder, cuando suceda, no me asustaré, ni me echaré las manos a la cabeza, ni me dejaré llevar por la tristeza o la desesperanza. Cuando caiga, me levantaré y comenzaré de nuevo.
Vivir así me ayuda a entender que soy vulnerable, y que no puedo ocupar el puesto de Dios. Hay cosas que se escapan a mis previsiones. Uno no se toma demasiado en serio. Relativizo los defectos e imperfecciones de los demás, y soy más compasivo con sus pecados, porque yo también peco, porque soy débil, porque tengo fragilidades, porque soy como una vasija de barro que, en cualquier momento, se puede romper, aunque eso no evita que me duela y ponga los medios, con la ayuda de Dios, para mejorar.
La excelencia consiste en que cada uno acepte sus límites…Ciertamente es conveniente agrandar sin cesar el espíritu, el horizonte o el coraje, pero aplicándose en tareas precisas y en consecuencia modestas, aceptando las lagunas necesarias y los fallos. Es bueno no hacerse ilusiones sobre uno mismo, percibir nuestras zonas de sombra, nuestros recovecos más íntimos, como se haría con una vieja mansión recibida en herencia y fuera poco sólida[3].