Uno de los santos a los que más afectó la condenación del semipelagianismo fue a San Benito de Nursia, fundador de los benedictinos y cistercienses. La verdad es que tenemos muy pocos datos sobre su vida a excepción de lo que nos trasmitió el Papa San Gregorio Magno que no llegó a conocerlo en vida ya que Gregorio nacía cuando Benito moría, hacia el año 545. Su biografía, que no es comparable a lo que entendemos hoy en día como tal, se basó en el testimonio de algunos monjes muy mayores que le habían conocido.
Según datos y conjeturas tuvo una primera época de rudo pelagianismo en la mejor buena fe. Lo vivía en una áspera soledad boscosa donde se ejercitaba en la más brusca penitencia. Unos monjes de la cercana región de Subiaco quisieron que fuera su superior pero les resultó tan exigente que intentaron envenenarlo con la jarra del vino de la comida. Al cogerla para beber, se le fue de las manos y quedó hecha añicos derramándose el líquido. Cuando todo se supo, Benito renunció al cargo y compañía de tales solitarios.
Esto sucedía hacia el 521 al tiempo que era condenado el Semipelagianismo. El Espíritu Santo le abrió los ojos y Benito se dio cuenta de que quería hacerse santo pero fuera del evangelio. Quería hacerse perfecto sin Cristo, es decir sin la misericordia y compasión, sin darse cuenta de que todo es gracia y viene de arriba. La santidad no es un ejercicio espartano de autodominio, sino la acogida de una gracia en la propia pobreza y en la de los demás.
Fue muy duro para él el cambio que tuvo que realizar, mas, en ese punto, comenzó su santidad. Con un corazón nuevo subió a Montecasino y allí fundó el célebre Monasterio, el más famoso de todos los monasterios de Occidente. Según el Papa, que declaró a Benito patrono de Europa, el monasterio cuna de Europa.
La regla que escribió ya no mandaba al infierno a todos los relajados sino que el talante era mucho más tolerante con la pobreza de los monjes. Dice por ejemplo en el capítulo 40 de esta regla: “La cantidad de vino que ha de darse a cada monje sea la de media hemina al día (algo así como medio litro). Mas si por las condiciones del lugar, por el trabajo o por el calor del verano, algunos necesitaran más, puede el abad dárselo con tal de que no se llegue a la saciedad o a la embriaguez”.
Esta amplitud pudo darse porque ya no era para él la rigidez la medida de la santidad sino el don de Dios. Lo importante era aprender a acoger el don de Dios que mediante el Espíritu Santo trabaja nuestro interior. En el prólogo de la Regla nos da un ejemplo exquisito de gratuidad cuando dice: “Aquel que temiendo a Dios no se envanece por la rectitud de su comportamiento sino que sabe que lo bueno que hay en él no viene de sí mismo sino de lo alto, proclame la grandeza del Señor que obra en él diciendo: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria (Sal 14, 4).
Otro santo que pudo superar el ambiente semipelagiano que se respiraba en su época fue Santo Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos. Murió el año 1221, a los cincuenta años. Se le llamó como a San Pablo “Predicador de la gracia”. Dadas sus terribles disciplinas y otros ejercicios ascéticos parecería que tenía un alma semipelagiana. Aún más, se sabe de cierto que su autor espiritual preferido era Juan Casiano, antiguo monje condenado por su semipelagianismo. Sin duda su época y su mismo fervor le empujaban a destrozarse por Cristo. Lo que no está nada claro es que lo hiciera buscando la salvación personal o su provecho y perfección individual.
El Espíritu Santo le salvó dándole una sed y una compasión muy especial por la salvación de los demás. El amor hacia los demás le salvó de mirarse a sí mismo. Al semipelagiano nato los demás le importan poco más bien le estorban en su búsqueda ansiosa de la perfección. Por eso se iban a los desiertos. A Domingo, sin embargo, le interesaban las ciudades, las gentes, los pecadores e incluso sarracenos y paganos.
El hecho de conminar a sus frailes para que nadie sobrevalorara la regla y constituciones es determinante. En Efecto, Domingo les dijo “Si yo me entero que los frailes consideran que las constituciones les obligan bajo pecado, iré por los conventos con mi navaja rompiendo todos los códices”. Esto quiere decir que los frailes sólo deben buscar la salvación en un encuentro personal con Cristo, único Salvador, y no en sus obras y en sus cumplimientos. Las normas valen para articular la vida en común y deben observarse en aras de ese bien común pero nunca considerar su cumplimiento, aunque sea estricto, como norma de santidad. La santidad viene por gracia y sucede cuando Cristo obra y se va haciendo en nosotros por medio del Espíritu Santo lo cual sucede cuando nos aceptamos como pobres e imperfectos.
Finalmente, quiero hacer un breve comentario de otro santo de los tiempos actuales San Rafael Arnaiz muerto en 1938. Entró en la Orden del Cister aunque no pudo apenas profesar por repetidas salidas y entradas a causa de una grave diabetes que le llevó a la muerte a los 27 años. Nos cuenta sus impresiones del claustro y sus hondas meditaciones interiores que han llegado a mucha gente y le ha granjeado un gran cariño y visitas a su sepulcro.
Se le ha propuesto como modelo para la juventud actual ya que era un chico muy moderno, estudiante de arquitectura, inquieto, viajero, amante de la velocidad y con gestos y lenguaje de actualidad para sus tiempos. La dificultad que veo yo para que arrastre a los jóvenes actuales es su teología. Mejor dicho la teología en la que él fue educado y en la que vivió inmerso. No superó el planteamiento sacrificial de la cruz. Se le ve aplastado por una cruz que acepta hasta el heroísmo pero apenas tiene vislumbres de gratuidad. Vivía la cruz imitando a Jesucristo, expiando sus pecados, ofreciéndola por el mundo pero no gloriosa, a nivel de don y consolada por el Espíritu Santo.
Evidentemente lo que vivía era del Señor que se acomoda a las distintas circunstancias y culturas. Sin embargo, la gente de hoy no se identifica con ese cristianismo martirial. Se lo he tratado de explicar a los jóvenes con los que trato y se quedan fríos. El hermano Rafael, como aún sigue llamándose, les emociona por su juventud, por su heroísmo, por el cultivo de una bella interioridad, por su enorme fidelidad y porque lo dio y lo entregó todo. La exigencia del Dios de Rafael, sin embargo, no les ayuda en su fe. Sigue fascinando el atractivo de una soledad claustral íntima y cerca de Dios. Ahora bien el señorío de Jesús y la gratuidad de su salvación todavía no se habían abierto paso en las conciencias de entonces. El hermano Rafael perteneció a la época del Mazo que vamos a explicar seguidamente.
Todavía nos quedan por examinar dos formas, estas ya católicas, de concebir la relación de la gracia con la naturaleza, es decir, con el actuar del hombre. Una de ellas, la que representa el Mazo, nació hacia el siglo XVI, que era una época en la que el hombre buscaba su propio lugar en el cosmos después de las inquietantes teorías astronómicas que aparecieron por aquellos días. Surgió un humanismo a ultranza, no sólo por lo dicho sino como reacción a la desmedida gratuidad de la salvación que preconizaban los protestantes. Vayamos por partes.
La teoría de Copérnico en la que se afirmaba que no era el sol el que daba vueltas alrededor de la tierra sino al revés hizo consciente a la humanidad de nuestra pequeñez dentro del cosmos. En efecto la tierra gira alrededor del sol, una estrella entre millones y no precisamente de las más grandes. Hasta ahora siempre se había pensado que la tierra era el centro del universo. Este descubrimiento humilló al hombre que no se resignó tan fácilmente. Si nuestro habitáculo es pequeño nosotros somos grandes. Comenzó así un humanismo ansioso para dar al hombre una importancia metafísica que la cosmología le negaba.
En Filosofía fue Descartes el que inició esta batalla. Con su duda metódica sospechó de la existencia de las cosas. Sólo una se le imponía como irrefutable, su propia existencia: “Pienso, luego existo”. Esta verdad, ni el menos cuerdo podía negarla. Era la primera verdad. Dudo de todo pero no puedo dudar de que yo exista. Con esto se hacía el centro. Desde ahí fue probando la existencia de Dios y la de todo lo demás. Había nacido el idealismo, la filosofía que miró y cuestionó el mundo durante siglos desde el hombre como centro de todo.
Esta tendencia de la época, virulenta durante el siglo XVI y siguientes, llegó hasta la espiritualidad. También aquí se quiso dignificar al hombre. Con ello nació una perspectiva de nuestra relación con Dios y con su gracia que se llamó “devotio moderna”. Esta devoción moderna partía del hecho de que el libre albedrío del hombre era intocable. Si el hombre no era autónomo en su libertad ya no era nada. Hasta el dominio de Dios y su acción gratuita y salvadora era desechada sino coexistía con una intervención clara y determinante del libre albedrío humano.
Hasta entonces, pensando en católico, todos los derechos se le concedían a la gracia. La gracia de Dios actúa en quien quiere, le convierte y le da la vocación o le lleva por los caminos que él quiere. Esa gracia era un don maravilloso y los que la recibían estaban muy contentos y daban gracias y bendiciones a Dios. A nadie se le ocurría pensar que delante de Dios el hombre tuviera algún derecho y, por eso, tampoco se sentía oprimido o coartado por tal gracia. Al contrario, todos buscaban y deseaban tenerla y cuanto más abundante, mejor.
La sensibilidad humanista de la época de la que hablamos no podía tolerar fácilmente tal intromisión divina y menos cuando Lutero acababa de afirmar la salvación gratuita de Dios prácticamente sin intervención del hombre a no ser mediante una simple fe. Lutero deshumaniza de tal forma al hombre que llega a pensar que la naturaleza humana fue totalmente destruida por el pecado y no puede ser reparada ni por la gracia. Es necesaria una nueva creación, de ahí que las obras, méritos, expiaciones y sacrificios no valgan para nada. La nueva creación es gratuidad pura para los que creen en Jesucristo pero en ella el hombre no tiene mérito alguno ya que es pura gratuidad.
Muchos teólogos católicos, hijos de su época, reaccionaron en contra tratando de salvar al hombre y su responsabilidad ante el hecho de su salvación. Idearon la siguiente teoría: Nos salvamos por gracia, lo cual es incuestionable para pensar en católico. Esta gracia viene sobre el libre albedrío o libertad del hombre, mas no de una manera eficaz sino neutral o indiferenciada. No doblega al libre albedrío sino que le presenta los bienes espirituales como contrarios a los bienes del mundo. Es entonces cuando la libertad del hombre sopesa los pros y los contras y, en virtud de ello, elige una cosa u otra. Si elige los bienes de la gracia seguirá actuando su salvación con la ayuda de esa gracia que le librará de los males y al final le salvará. Si elige el mundo se queda sin gracia y se condena. De esta manera queda salvado el concurso y primacía de la gracia y, por otra parte, la libertad del hombre. Si la gracia no nos presenta los bienes del cielo nunca podríamos elegirlos ya que al ser pecadores nos iríamos siempre tras del mundo.
Los problemas vienen envueltos en las consecuencias de tal teoría. Como la gracia es ineficaz hasta que nos decidamos por ella, nos espera una larga lucha contra el mundo y el pecado. En efecto, para que haya una elección buena, el hombre debe ejercitarse en las cosas del cielo tratando de adquirir toda clase de hábitos y virtudes, empleando su voluntad en todo lo bueno para superar los atractivos del mundo y de la carne.Todo lo que sea sacrificio, abnegación, dominio de sí y superación de lo material y terreno debe de ser objeto de conquista. De lo contrario, no alcanzaremos el nivel que requiere la gracia para elegirla y vivir en ella.
De esto se sigue que la vida espiritual en la piedad popular se va a reducir para la mayoría de la gente a luchar en dos frentes: en primer lugar contra el pecado y no sólo el mortal sino los veniales y toda clase de imperfecciones que nos producen tibieza y estancamiento. Tenemos miles de tratados espirituales que nos hablan de esta lucha contra el pecado. Tenemos también la pastoral popular que ha agravado el pecado hasta límites irracionales: “Si te mueres en la cama esta noche después de haber pecado “mortalmente”, te vas al infierno”. Cualquier persona en su sano juicio no puede achacar a Dios tanta crueldad. No obstante, el miedo, el escrúpulo y la amenaza han estado en el menú espiritual de cada día, pesando como una losa sobre muchas conciencias.
El otro frente consistirá en una lucha a muerte para ganarse la salvación. El pueblo creerá que la santidad está en las virtudes, en los sacrificios y abnegaciones, los cuales serán nuestras credenciales ante el trono de la gracia. Estas virtudes ya son un signo de que estamos eligiendo la gracia que nos va a salvar. Ahora bien, al ser una gracia que depende de nuestro comportamiento, no tiene nada de gracia, ha perdido la gratuidad. La hemos cosificado vaciándola de gratuidad. La hacemos algo que se puede perder o ganar con facilidad, que unos la tienen y otros no, aunque la puedan recuperar, en fin que estamos traficando con ella. Se cuenta que, en cierta ocasión, cayó un ladrillo del techo junto a un cura que estaba diciendo Misa. Al verlo exclamó: “Hay que ver, hasta para decir Misa hay que estar en gracia”. Sin darnos cuenta estamos cayendo de nuevo en la ley, en el voluntarismo y, por ende, en el moralismo. De ahí la terrible lucha incluso contra las imperfecciones para no perderla. El cielo hay que ganarlo. En definitiva mucha gente pensará que la gracia hay que merecerla con lo cual, en la práctica rozamos de nuevo el semipelagianismo.
De esto se sigue que inflamos la justicia de Dios en contra de cualquier piedad, nos inventamos miles de ofensas contra Dios, sobre todo en la castidad, le hacemos juez inmisericorde. Parece que todo es pecado. Se sacralizan las normas para que obliguen bajo pecado y graven las conciencias. Todo es moral, examen de conciencia, meditaciones, directores espirituales. Los cuatro últimos siglos, época de vigencia de esta teoría, se han multiplicado los manuales de Teología moral y la casuística hasta el infinito [1].
Pues bien, esta es la teología del Mazo y la pastoral en la que fue educada la gente de mi tierra. El catecismo de Mazo está escrito con un apasionamiento desbordante. Nunca, creo yo, le pasó por la cabeza que las cosas pudieran ser de otra manera. La seguridad que da el tener las cosas claras le daba alas. Estaba segurísimo de su fe y trasmitía a los lectores su entusiasmo. Sin embargo, la consistencia de estas doctrinas ha vaciado a las iglesias de gente y está dando la sensación a muchos de que la Iglesia se muere cuando lo que está pasando es que se está renovando. Como decían los marxistas, duros ellos, a lo que está cayendo hay que empujarlo.
Hay otra forma de relacionar la gracia con la naturaleza y el actuar del hombre que nos conduce a consecuencias muy distintas de las señaladas en las líneas anteriores. Esta forma descosifica la gracia y la hace gratuita. En palabras de San Agustín suena así: “la gratuidad es la acción de Dios por la que en su inescrutable sabiduría, visita a los hombres con independencia de sus esfuerzos y sus méritos y les impulsa amorosamente hacia el bien”. Este pensamiento le devuelve a Dios la libertad para ser Dios y dar a cada uno misericordiosamente lo que él quiera. Entramos en la forma más genuina de la salvación en la que Dios quiso que Jesús, el hombre Jesús, nos amara cuando no teníamos méritos y éramos enemigos, cargando con todos nuestros pecados.
Hay una teología, que yo aprendí en los dominicos, que se centra en Dios y en Jesucristo. No se centra ni el hombre ni en su libre albedrío, ni en sus acciones, comportamientos o pecados. La ecuación ascesis igual a santidad no es dominicana. Centrarse en Dios quiere decir que se le da la primacía, que todo viene de él, que el hombre no es bueno por amar a Dios sino que, en palabras de Santo Tomás de Aquino, es Dios el que, al amarnos, nos hace buenos. Todo comienza en el Padre que nos da su Espíritu por medio de Jesucristo, un hombre con personalidad divina. El Espíritu Santo nos viene por medio del hombre Jesús que nos redimió en su cuerpo de carne (Col. 1, 22). Como dice San Juan. “El amor no consiste en que nosotros amemos a Dios sino en que él nos amó primero” (1Jn, 4).
De acuerdo con esta panorámica bíblica la teología dominicana nos habla de que Dios mueve todas las acciones del hombre tanto físicas como sobrenaturales. Él es el primer motor de todo. Hay, por tanto una premoción física y una acción previa en los actos de gracia. La gracia de Dios no se merece sino que previene al hombre sencillo y sin racionalismos. Viene de una manera eficaz, de modo que Dios no te prepara para que tú elijas la conversión sino que te convierte. La conversión y la fe son actos sobrenaturales que suceden en ti por efecto de la gracia. Tú puedes hacerte el sueco o rechazarla pero si la acoges obra en ti como sucedió en María cuando pronunció su “fiat” o hágase. Todos los hombres reciben suficiente gracia durante su vida: unos de una manera consciente, otros de otras maneras, si bien es posible que no todos la acojan. Todo el proceso de nuestra salvación es actuado por Dios; en el cielo sólo habitará la gloria de Dios.
Lo importante es que esta gracia de Dios no destruye la naturaleza del hombre sino que te hace más hombre, ni la sustituye de modo que no anula tu compromiso. La operación acaece de esta manera: Dios al obrar en ti con su gracia crea en ti la libertad para acogerla. La libertad consiste en la capacidad de elegir según tu voluntad y tus deseos sin ser coaccionado por nadie. Dios al crear en ti la libertad hace que tú desees lo que la gracia te inyecta. Pronto te das cuenta de que lo que Dios obra en ti es lo que deseas en lo más profundo de ti mismo y, de esa manera, te sientes libre bajo la gracia. Jesús dijo: “La verdad os hará libres”. Sólo la verdad nos hace libres; el pecado nos mantiene en la esclavitud. Dios, pues, con la gracia te regala un cambio de mentalidad, te encamina hacia la verdad y te hace un hombre mucho más consciente de lo que eres. Los que no obran bajo la gracia vegetan en una búsqueda de libertad con contenidos estériles sin llegar nunca a alcanzarla.
La gracia tampoco anula tus compromisos u obras. Al contrario, te motiva enormemente pero en la línea de la verdad descubierta. Por eso las obras que harás son obras de salvación, no para salvarte. Proceden ya de la gracia que te está salvando. No necesitas estar toda la vida luchando y esforzándote para llegar a una salvación que ya te ha llegado. Tu vida y tu crecimiento proceden y progresan más por la alabanza y acción de gracias que por cualquier esfuerzo de tu voluntad. Tus obras, las que realizas para ser bueno, son más bien un estorbo.
El tema es que para vivir este cristianismo y llegar a la santidad Santo Tomás nos dice que es necesaria la presencia de los dones del Espíritu Santo [2]. Es decir, es necesario vivir a nivel de don. El Aquinate dice que a esto se llega con el perfeccionamiento de las virtudes pero esto es una cesión a la presión semipelagiana de su momento. En los grandes movimientos actuales está suficientemente probado por la experiencia que la mística es anterior a la ascética. Tal vez sean cosas de ahora, pero lo son. La visión dominicana cobra su plenitud cuando Dios reparte su don no a los que lo han conquistado a base de ejercicios virtuosos sino mucho más gratuitamente a muchos pobres y tirados que coinciden con los publicanos y prostitutas del evangelio. Estamos viendo cada día cómo Dios renueva su Iglesia con los más pobres y pequeños.
El Espíritu Santo quiere que en estos tiempos su gracia sea completamente gratuita para poder seguir derramándola, como dice Jesús en el Evangelio, a los pequeños y sencillos y a los que están dispuestos a nacer de nuevo. El Papa Benedicto no les predicó a los chicos de la JMJ de Madrid virtudes o morales sino un encuentro con Cristo dentro de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Esta predicación supera en calidad mil leguas a lo escrito en el Mazo y a todas las posturas anteriores de las que hemos hablado.
Algunos podrán pensar que esta postura de gratuidad no asume la cruz ni los grandes compromisos. La gracia o el Espíritu Santo, como se dice más ahora, te lleva a Jesús y, en estos tiempos, de una manera especial a la humanidad de Jesús. Por este Jesús pasó toda la salvación de Dios para el mundo. Esa salvación o esa gracia pasa ahora por todos los que le siguen más de cerca. Es gratuita pero sucede en nuestra carne y en nuestros actos. La fidelidad a este don es la única cruz verdadera. Esta fidelidad va a darse en tu historia, es decir en tu vocación, en tu comunidad, en tus problemas, carencias, enfermedades, debilidades y pecados, en tu vida y en tu muerte. La fidelidad a esta gracia hace posible la santidad que procede de Dios.
El pecado en esta espiritualidad no es acerbo ni condenatorio. Existe, por la debilidad humana, pero la gracia, si eres fiel, hará que no quieras vivir de él y para él y, entonces tendrá poco dominio sobre ti aunque lo cometas. Se te trasformará en cruz o pobreza ya que no lo deseas. Tu vida, por lo tanto, se verá libre de un peso grande. Y tu imagen de Dios aumentará en bondad hasta el infinito, con lo que te saldrán ganas del alma de alabarlo y bendecirlo. Te aceptarás más a ti mismo, a tus pobrezas e imperfecciones. Se te acabarán los escrúpulos porque sabes que Cristo ha cargado con lo tuyo.
Tus cruces, que las habrá, serán cruces pero gloriosas. Ya han sido vencidas por Jesucristo que les ha quitado su aguijón más ácido y torturante. Desaparecerá de ti el agobio de la salvación y estarás mucho más apto para la fiesta y el amor a los demás. La comunidad, cosa que no existía en las anteriores posturas, hará tus delicias donde el mismo Señor te atraerá con lazos humanos como dice el profeta Oseas (Os 11, 4). Amarás mucho más la vida, el haber nacido y, en la diversión, serás mucho más divertido, menos serio, más consciente de que el mundo entero es tu casa porque Dios te la regala ya que eres hijo.
Finalmente, por no alargarme, amarás la religión y no la vivirás como si estuvieras de por vida condenado a estar encerrado en el armario. Serás mucho más valiente para enfrentarte y reírte de las fuerzas del mal y mucho más capaz de dar testimonio ya que lo das desde la seguridad de estar salvado por Cristo. Nadie podrá arrebatarte tu alegría y optimismo. Esta visión del cristianismo no es básicamente conceptual sino vivencial y contra tu experiencia más honda ¿quién te podrá argüir? Aún los días en que te sientas más crucificado notarás la paz honda que te habita.
_______________
[1] Os invito a leer el último capítulo del nuevo libro de Vicente Borragán titulado Llamados a una vida nueva, San Pablo, 2011, 216 pp. Todo el libro es magnífico pero el último capítulo capítulo Vivir en gratuidad, pag. 169, ayuda de una manera especial a entender lo dicho aquí y lo que diremos en la última parte.
[2] I-II, 63, ad 4; 3, 2; III Sent. 34-36.