Una vez terminada la semana de oración leí el libro entero acuciado siempre por el mismo interrogante: ¿Habrán sido mis padres y abuelos herejes? No es que me conturbe el tema o que piense en alguna posible condenación o algo semejante. Nada de eso; más bien pienso que eran santos y con mucha gracia de Dios. Sin embargo, la pastoral de aquellos tiempos, y el Mazo lo atestigua, rozaba el semipelagianismo. Aún sin caer en él, como veremos, y a pesar de su fidelidad, pienso que no disfrutaron de la alegría y la libertad del espíritu, sometidos a una teología castradora en la que el peso del pecado y de la cruz, el temor servil de Dios y una serie de represiones morales, lastraron sus vivencias de fe.
Vivieron de la gracia y la valoraban en sus vidas pero muy mezclada con elementos adulterantes. Lo que la pastoral de la época les robó es la claridad de que el cristianismo es una religión de gracia. Somos cristianos por gracia y nos salvamos por gracia, no por méritos propios. El ser humano por sí mismo no está capacitado para ver a Dios ni entrar en su intimidad ni esta vida ni después de la muerte a no ser que reciba ese plus de divinidad que le hace entrar en el consorcio de Dios. Tan cualificante es ese plus recibido por medio de Jesucristo que nos hace capaces de ser partícipes nada menos que de la naturaleza divina. Como el hierro en la fragua se pone incandescente sin dejar de ser hierro, así el alma humana adquiere la vida de Dios sin dejar de ser humana.
El tema está en cómo se relaciona la gracia con el actuar del hombre. Santo Tomás de Aquino dice como principio general que la gracia actúa sobre la naturaleza del hombre sin destruirla ni sustituirla. Al contrario, la perfecciona y ennoblece haciéndola más humana. Esta interacción ha sido distintamente vivida y explicada a través de la historia. Yo voy a estudiar cinco formas de interacción entre las que está la que propugna el Mazo y otra que es la que yo creo verdadera.
Según Pelagio la relación de lo sobrenatural con la naturaleza es mínima porque elimina la acción de la gracia. Este hombre era británico, tal vez irlandés, alto y bien constituido que comenzó a hacerse notar hacia el año 400. Se trasladó a Roma desde su tierra natal con su discípulo Celestio y ambos impugnaron duramente a San Agustín y a su doctrina sobre la gracia que defendía la iniciativa divina de la salvación. Culpaban a dicha doctrina de la relajación de costumbres en el pueblo y en el clero romano. La frase agustiniana que más satirizaban era la de: “Dame, Señor, lo que me pidas y pídeme lo que quieras”. Para San Agustín el principio de la salvación está en Dios y el hombre nada puede hacer si no acoge esta gracia. Según Agustín la salvación es un hecho sobrenatural.
Pelagio reaccionó duramente. Como guiado por un hada maléfica, el año 410, tuvo que huir a Cartago donde Agustín tenía su feudo y allí tuvieron duras controversias. Eran de la misma edad. Parece que ambos nacieron en el 354. Su tesis era que la naturaleza humana sin ayuda de ninguna gracia especial estaba dotada por el Creador con la capacidad de merecer el cielo mediante sus buenas obras. Era un hombre ascético y rígido, lo mismo que su discípulo Celestio. Tal vez debido a este temperamento, ponía el énfasis en las obras de santidad que el hombre puede hacer por sí mismo. Según él, la gracia venía ya incluida en la propia naturaleza de cada hombre al nacer. Jesucristo había venido para ser nuestro modelo y así salvarnos imitándolo. Evidentemente, con esta doctrina tenía que negar, entre otras cosas, el pecado original.
Esta visión afectó a la entraña más íntima de la fe y toda la Iglesia surgió en contra de ella. San Agustín escribió rápidamente varios libros en contra [1]. Su respuesta se resume en esta frase: “La tragedia de Pelagio es que nos presenta a Jesucristo como un modelo cuando es un don”. Pelagio no captó la dimensión del don. Fue rápidamente condenado por la Iglesia y, según sus adeptos, muy perseguido, aunque de esto no hay constancia. Huyó de Cartago a Palestina si bien no fue bien recibido ni por San Jerónimo en Belén ni por el obispo Juan de Jerusalén.
Lutero representa el extremo contrario del pelagianismo. Era un fraile agustino que vivió de 1483 a 1546. El día 31 de octubre de 1517 es considerado como la fecha de nacimiento de esta corriente herética porque en ella Lutero clavó sus 95 tesis contra varias doctrinas católicas en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos en Wittenberg, Alemania. Niega cualquier mérito a cualquier obra humana en el tema de nuestra salvación. La justificación delante de Dios no viene por ninguna obra buena hecha por el hombre sino sólo por la fe. Esta fe en Cristo es una gracia del cielo que activa en nosotros toda la obra salvadora del misterio pascual. La fe en esta salvación gratuita, no sólo nos une a Cristo, sino que implica un proceso de crecimiento en el amor y en la esperanza, es decir, en nuestra santificación.
Este tema se hace extremo en Lutero porque al negar el valor de las obras y del mérito personal desencarna la salvación, la hace extrínseca y niega la gracia santificante. Nos hace a todos miembros de la misma tarifa plana. Los que creen en Cristo se salvan pero ninguno es mayor que otro en gracia. Por eso no acepta la peculiaridad de la Virgen y de los santos, niega parte de los sacramentos y cubre el pecado como con un manto pero sin sanarlo. La fe anestesia la muchedumbre de los pecados pero quedan ahí sin confesión ni tratamiento personalizado. De ahí que los protestantes, aun siendo gente de fe, viven una salvación triste ya que el pecado, aunque perdonado, permanece dentro haciendo una difícil digestión. No saben qué hacer con la persistencia de la debilidad y pobreza humanas.
La gratuidad de la salvación excluye las obras, los méritos, sacrificios, expiaciones, penitencias y toda clase de esfuerzos ascéticos para hacerse grato a Dios. Por eso criticó a la Iglesia por la cuestión de las indulgencias, la venta de perdones y cargos eclesiásticos. De ahí que rechace al Papa, la existencia del purgatorio y la multitud de devociones, incluida la propia vida religiosa a la que pertenecía.
Su doctrina se resume en cuatro frases latinas:
1) Sola gratia. La gracia de Cristo es lo único que nos salva. Las obras no son principio de salvación
2) Sola fides. La gracia nos da la fe que nos justifica.
3) Sola Scriptura. La Escritura es la única fuente de revelación y norma de vida. La tradición de la Iglesia y su magisterio son, más bien, fuente de corrupción.
4) Solus Christus. El único fundamento de la fe es Jesús. Creyendo en él somos salvos.
Evidentemente el Mazo y mis antepasados y la gente de mi tierra no son ni pelagianos ni protestantes. La mayoría de ellos es posible que nunca oyeran hablar de Pelagio. En cambio sobre Lutero y el protestantismo seguro que mucho en tono despectivo. Lo que hoy día se llama ecumenismo estaba muy lejos de las conciencias de entonces que no podían ni captarlo; lo hubieran considerado más bien una traición. A Lutero no se le concedía ni siquiera el beneficio de la duda sino que se le veía como un hereje excomulgado. La pastoral del momento en la que incurre el Mazo se afirmaba con gozo en la dura crítica a todo lo que oliera a herejía, fuera de quien fuera. La propia postura, y en esto abunda el Mazo, se daba como la más limpia y pura ortodoxia.
Sin embargo, continuemos examinando otras diversas formas y posturas ante el tema que traemos entre manos:
Esta tendencia se originó con los restos dispersos del naufragio pelagiano. Afirmaba la necesidad de la gracia final para salvarse pero había que merecerla ya que, el inicio de la salvación y demás actos conducentes a ella, se debían al esfuerzo humano.
Los semipelagianos eran hombres santos, que erraron en un tiempo en que la Iglesia no había definido suficientemente la doctrina católica sobre la gracia. Pertenecían a los monasterios de San Víctor de Marsella y de Lerins (Francia), y cabe destacar entre ellos al abad Juan Cassiano, a Vicente de Lerins y a Fausto de Riez[2]. En la lucha de San Agustín con Pelagio algunos no aceptaron de pleno lo dicho por el teólogo de Hipona, principalmente lo que se refería a la espinosa cuestión de la predestinación. Estos propusieron que el hombre tiene el poder suficiente para dirigirse a Dios en busca de ayuda, encaminarse a la fe, desear la salvación, o la orientación hacia la fe, sin que sea necesaria la intervención de la gracia divina. Por ello, la predestinación eterna dependía de la voluntad humana en la medida que hubiera perseverado hasta el final, sin necesidad alguna de intervención de un don especial para lograrlo.
El magisterio de la Iglesia recogió las tesis de San Agustín condenando el Semipelagianismo en el concilio de Cartago en el 518, aprobado por el Papa Zósimo en 521, y en el concilio de Orange del 529 aprobado por Bonifacio II el mismo año. Sin embargo, esta corriente ni fue ni es fácil de destruir.
La idea de que la gracia hay que merecerla es muy natural y está muy extendida. Según este sentir, solo aquellos que hacen de su parte lo que tienen que hacer son dignos de la gracia. De una forma o de otra la idea es muy antigua y se halla presente en bastantes padres de la Iglesia. Hasta que San Agustín no lo clarificó, el problema se mantenía larvado en muchas conciencias. Hoy en día a muchos cristianos les parece lógica esta postura, en la praxis de algunos movimientos está presente, y se rechaza con facilidad cualquier acepción de gratuidad. Según esta gente el comportamiento del hombre es decisivo para recibir y mantener la gracia a lo largo de toda la vida. Es el hombre, en definitiva, el que decide su justificación final.
Este voluntarismo crea hombres rígidos y duros, siempre al acecho y en cautela contra cualquier amenaza de pecado. Condicionan la gracia de Dios al comportamiento, con lo que hacen difícil comprender el evangelio de los pobres y aquel en que los publicanos y las prostitutas nos precederían en el reino de los cielos.
Este clasismo y elitismo espiritual, que se alimenta de la propia competencia y suficiencia, le quita a Dios la libertad de dar su gracia y benevolencia a quien quiera y cuando quiera. La Iglesia católica teóricamente no pasa por ahí y está suficientemente aclarada. El Papa y los Concilios en el tema de la gracia nunca se han equivocado ni siquiera dudado, pero en la práctica y en la pastoral corriente, se crean las condiciones para que la mayoría de los cristianos vivan semipelagianamente.
De hecho los iniciadores del Semipelagianismo han sido condenados por la Iglesia pero venerados y revitalizados en distintas épocas, corrientes y movimientos de reforma. Esta praxis y, por ende, doctrina, son tan sinuosas que hasta el mismo Santo Tomás de Aquino fue semipelagiano en sus primeras obras según la opinión del cardenal Cayetano [3], compañero de Orden.
En las comunidades y conventos a lo largo de los siglos la doctrina semipelagiana ha hecho estragos. Ha creado costumbres, normas y comportamientos que ensalzaban la rigidez, el cilicio y variadas prácticas ascéticas confundiéndolas con la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. En algunas épocas cobraban estas actitudes un crédito enorme, también delante del pueblo; ahora, sin embargo, el descrédito es grande y afecta al testimonio que se puede dar desde los claustros. No se vivía del amor de Dios y de su misericordia. Si, al fin y al cabo, la gracia final va a depender de nosotros, lo importante es conquistar nuestra perfección que nos llevará a la victoria final.
Evidentemente, el semipelagianismo hace desaparecer al Espíritu Santo o le hace tributario de un sistema de rígidas exigencias morales. Más bien pasa a ser una figura decorativa. Si nos basta con nuestras propias fuerzas, ¿para qué le necesitamos?
Aunque el triunfo final sea obra de la gracia sólo se dará cuando pueda convalidarse por nuestras buenas obras. Me dirá alguno, ¡pero en todas las épocas ha habido santos! Sí, es cierto, pero no por la teología pelagiana sino a pesar de ella. El Espíritu es muy capaz de superar las distintas culturas y convencionalismos de las épocas y hacer hombres con corazón y fe de niño donde él obra su obra.
¿Era semipelagiano el cristianismo de mi pueblo? Cuando yo era sacerdote joven algunas personas mayores me sermoneaban y me inducían a tomar toda clase de cautelas ante la santidad del estado que yo había elegido. Era su santidad la que me querían imponer. A veces me ría sintiéndome a mil leguas de esa gente, aunque eran muy pocos. La mayoría de mi gente pese a que confiaba seriamente en las obras para salvarse tenía un gran respeto por la acción de la gracia. No era un pueblo de escrúpulos aunque todo invitaba a ello. Pienso, y ahora estoy hablando desde el corazón de mi madre, que se daba muchas gracias a Dios por todo, se creía en el signo de la cruz, en la acción de la providencia y en el consuelo de la Virgen de Retejerina y en la de Covadonga. Pese al miedo al pecado y a multitud de moralismos el consuelo de la fe y de un sobrenatural cercano planeaba sobre el quehacer de cada día. Los semipelagianos alejan demasiado lo sobrenatural en beneficio de su propia eficacia.
[1] Sobre todo “De natura et gratia” y “De peccatorum meritis”.
[2] Fausto, obispo de Riez, murió con fama de santidad pero después de muerto fueron condenadas algunas de sus doctrinas sobre la gracia. Lo mismo le pasó a los compañeros. Se les sigue venerando, no obstante, en la región marsellesa y en toda la Provenza. En la Iglesia oriental sucedió algo semejante con Teodoro de Mopsuestia, seguidor, en un principio, del propio Pelagio.
[3] Thomas de Vio Caietanus, en Sancti Tomae Aquinatis, Doctoris Angelici, Opera Omnia. Roma 1892, p. 300a y 301ab. Cayetano 1469-1534, de la época, pues, de Lutero, vivió trescientos años después de Santo Tomás. Era también dominico. Nació en Gaeta, Italia. Gran estudiante, profesor y comentarista genial de Santo Tomás. Fue elegido Maestro general de los Dominicos a los 37 años. Se enfrentó repetidas veces a las teorías de Lutero.