Este verano he reflexionado mucho sobre el cristianismo que vivieron mis padres, abuelos y demás ancestros en la montaña leonesa desde hace siglos. Sus creencias religiosas formaban parte de una tradición religiosa fuerte y arraigada que engendraba seguridad en la vida y en la hora de la muerte. Tales convicciones les hacía estoicos y resignados ante cualquier evento desgraciado, muy frecuentes, a la vez que experimentaban el gran consuelo que les proporcionaba la fe.
El cristianismo en el que estaban enraizados formaba hombres honrados y virtuosos, sufridos, entregados a la causa de la familia y el trabajo. En mi pueblo la ocupación de la mayoría de los varones era el ganado trashumante que año tras año subían y bajaban a Extremadura. Esto creaba una subcultura pastoril en la que vivían inmersos y facilitaba la conservación de las tradiciones. En el chozo, al anochecer, se rezaba el rosario y se leían libros, siempre de temas piadosos. La cultura religiosa de algunos pastores crecía a lo largo de los años de manera admirable. En el pueblo, durante el invierno, permanecían únicamente, las mujeres, los niños y los ancianos, dirigidos por el maestro y el cura.
Esta espiritualidad tan pacificadora es admirable porque, si ahondamos en el tema, nos damos cuenta de que se acercaba, sin caer, al viejo semipelagianismo que corroe desde antiguo el genuino hecho cristiano. No era una religión de gratuidad sino que cargaba pesos pero dentro de una ortodoxia suficientemente consoladora. Era lo que se predicaba en aquel entonces y, por otra parte, funcionaba, ya que les proporcionaba paz y seguridad llenando a la vez todos sus huecos y carencias en orden a la trascendencia y al más allá. La muerte, el juicio, el infierno y la gloria y el resto de las postrimerías, a las órdenes de la esperanza en el más allá, les ahorraba todos los problemas metafísicos que les pudieran sobrevenir.
Como digo esta seguridad religiosa tenía su precio. Consistía en la fidelidad a unos principios y mandamientos que, de no cumplirse, se trasformaban en amenaza. La salvación había que ganársela. Es cierto que estamos salvados por Jesucristo pero la colaboración y el esfuerzo personal a esa obra salvadora era incuestionable. El pecado, el descuido, la tibieza, la falta de sacrificio, disminuían los méritos hasta el punto de poder perder la gracia que era la garantía de la salvación. No había nada gratis. Nuestra voluntad tenía que estar implicada en el proceso de nuestra salvación no sólo acogiendo la gracia sino poniéndole un cauce sine qua non.
La condenación acechaba de continuo a causa de cualquier deseo, pensamiento y obra. Para estar tranquilos en el esquema religioso dominante era necesario mantener una respetable cultura y un suficiente nivel ascético. Los libertinos que jugaban con cosas tan serias no eran demasiado bien vistos.
La preocupación principal estaba en el pecado. Librarse del pecado era el tema fundamental. De él podían venirnos muchos peligros. La gracia se daba por supuesta y la recibía todo aquel que colaboraba con ella mediante las obras buenas. Los más sensibles intentaban además crecer en la virtud creando hábitos buenos de comportamiento. Estos hábitos o virtudes servían para alejarse definitivamente del pecado y para ganar méritos granjeándose de esa forma la salvación y la vida eterna. Algunos incluso aspiraban a ocupar altos lugares en el camino de la perfección y por ende en el cielo del más allá.
Al principio del verano pasé quince días en un pueblo llamado Prioro, muy cercano a Tejerina, lugar donde yo nací. Después de los largos paseos que dábamos por las mañanas, subiendo picos y collados, solíamos pasar, al llegar al pueblo, por un bar para mitigar la sed con otra cosa que no fuera agua. Con frecuencia acudía a nuestro lado un hombre, ya mayor, antiguo pastor de las cabañas de mi familia, a charlar con nosotros. Conociendo mi condición de sacerdote, le encantaba hablar de temas religiosos. Pronto nos dimos cuenta de que citaba de continuo a un tal Mazo y, para salir de dudas, le preguntamos:
-¿Qué es o quién es el tal Mazo del que siempre nos habla?
-Pues el libro con el que aprendimos la religión todos los niños y jóvenes de la montaña. Pero, ¿usted no lo conoce?
-No. Le respondí.
-Pues pregunte en su pueblo y verá cómo todos los de su edad lo conocen.
Cada vez que me veía me saludaba con la misma cantinela.
-¿Ha preguntado en Tejerina por el Mazo?
En efecto, pocos días más tarde, en una tertulia con los primos carnales que me quedan en el pueblo hice la consabida pregunta:
-Vosotros sabéis algo de un libro de religión que se llamaba Mazo?
-Pues claro. Lo conocemos todos y seguro que habrá todavía alguno en el pueblo.
Uno me explicó:
-Era un comentario al catecismo del P. Astete que explicaba y profundizaba cada una de las cuestiones. Era muy bueno. Lo malo es que sólo había un par de ejemplares en todo el pueblo y pasaban de casa en casa.
Con el entusiasmo de mi gente comencé a interesarme más por el tal Mazo pero, por más que indagué, no pude encontrar ningún ejemplar. Con esto se me acabaron las vacaciones, volví a Madrid, entré de lleno en la JMJ y se me olvidó totalmente el Mazo. Hete aquí, sin embargo, que, a finales de agosto tuve que predicar una semana de oración para un grupo carismático de Madrid. Dicha semana tenía lugar en Santiago de Compostela y asistía a ella una de las chicas que estuvieron conmigo en Prioro. Un día llega con un paquetito y me dice: “mira que regalo más bonito te traigo”. Le abrí y ante mis ojos apareció un libro viejo, con manoseo de generaciones, titulado: “Catecismo explicado”, por el licenciado D. Santiago José García Mazo. ¡Qué maravilla, el Mazo en mis manos! Se lo agradecí un montón a la chica. Lo había encontrado en unos almacenes de libros antiguos. Le costó diez euros.
Nada más abrirlo me di cuenta de que era un libro mucho más importante de lo que me habían dicho en mi tierra. Fue publicado en 1837 y se vendieron en sucesivas ediciones cientos de miles de ejemplares [1]. A estos datos oficiales hay que añadir el pirateo inmisericorde al que fue sometido con continuas tiradas furtivas y traducciones y ediciones fraudulentas en bastantes países extranjeros. En Francia y en Portugal tuvo una amplísima difusión. La formación de las sucesivas generaciones cristianas de más de un siglo, más o menos hasta el final de la segunda guerra mundial, fue confiada a la teología e ideas de este libro.
Su autor es un hombre apasionado pero sin histerismos. Se lee muy a gusto aun fuera de su tiempo. Es ágil, vibrante, moderno. El autor pasa a veces de una tercera persona didáctica a un tú a tú que dialoga en segunda persona con el lector. Es un gran comunicador. No me extraña que leído en familia, como se hacía en mi pueblo, o en los chozos de las majadas y dehesas, reafirmara en los corazones la fe sencilla aunque exigente que les daba vida. Digo sencilla porque las normas, los mandamientos y las diversas clases de pecados estaban perfectamente catalogados y nadie se podía llevar a engaño. Refiriéndome a esta perfecta catalogación de pecados escribí una anécdota en alguna otra parte que viene bien repetir aquí. Dije:
“Las calles de mi pueblo son tan pindias que, a trechos, los coches tienen que subir en primera. Yendo un día mi madre a la iglesia, se cruzó, en el Boquero, con tia Bea, una viejina de 85 años, dos más que mi madre. Tía Bea bajaba pensativa y taciturna. Al llegar donde mi madre, le espetó por único saludo:
-Mujer, Felisa, ¿tú crees que nos salvaremos?
-Pero, Bea, ¿cómo sales ahora con esas cosas?, contestó mi madre, pues claro; toda la vida la hemos pasado intentándolo.
-Ya, pero con este nuevo pecado que han sacado ahora...
-¿Qué pecado?
-Pues el de omisión, mujer, el de omisión
Tía Bea tenía perfectamente controlados todos los pecados posibles. Sabía que por ninguno de ellos se iba a condenar. Pero cuando le oyó al cura joven hablar del pecado de omisión, se turbó su conciencia... El problema era que el pecado de omisión no estaba en el Mazo; ahí son todos de comisión. Las palabra “omisión”, como su correlato “compromiso”, son palabras de la teología moderna engendrada en el Vaticano II.
[1] El ejemplar que cayó en mis manos se definía así: “Catecismo explicado de la doctrina cristiana”, por el Licenciado D. Santiago José García Mazo, Magistrado de la Santa Iglesia Catedral de Valladolid. Edición 26, Valladolid 1892, 589 páginas.
El cristianismo en el que estaban enraizados formaba hombres honrados y virtuosos, sufridos, entregados a la causa de la familia y el trabajo. En mi pueblo la ocupación de la mayoría de los varones era el ganado trashumante que año tras año subían y bajaban a Extremadura. Esto creaba una subcultura pastoril en la que vivían inmersos y facilitaba la conservación de las tradiciones. En el chozo, al anochecer, se rezaba el rosario y se leían libros, siempre de temas piadosos. La cultura religiosa de algunos pastores crecía a lo largo de los años de manera admirable. En el pueblo, durante el invierno, permanecían únicamente, las mujeres, los niños y los ancianos, dirigidos por el maestro y el cura.
Esta espiritualidad tan pacificadora es admirable porque, si ahondamos en el tema, nos damos cuenta de que se acercaba, sin caer, al viejo semipelagianismo que corroe desde antiguo el genuino hecho cristiano. No era una religión de gratuidad sino que cargaba pesos pero dentro de una ortodoxia suficientemente consoladora. Era lo que se predicaba en aquel entonces y, por otra parte, funcionaba, ya que les proporcionaba paz y seguridad llenando a la vez todos sus huecos y carencias en orden a la trascendencia y al más allá. La muerte, el juicio, el infierno y la gloria y el resto de las postrimerías, a las órdenes de la esperanza en el más allá, les ahorraba todos los problemas metafísicos que les pudieran sobrevenir.
Como digo esta seguridad religiosa tenía su precio. Consistía en la fidelidad a unos principios y mandamientos que, de no cumplirse, se trasformaban en amenaza. La salvación había que ganársela. Es cierto que estamos salvados por Jesucristo pero la colaboración y el esfuerzo personal a esa obra salvadora era incuestionable. El pecado, el descuido, la tibieza, la falta de sacrificio, disminuían los méritos hasta el punto de poder perder la gracia que era la garantía de la salvación. No había nada gratis. Nuestra voluntad tenía que estar implicada en el proceso de nuestra salvación no sólo acogiendo la gracia sino poniéndole un cauce sine qua non.
La condenación acechaba de continuo a causa de cualquier deseo, pensamiento y obra. Para estar tranquilos en el esquema religioso dominante era necesario mantener una respetable cultura y un suficiente nivel ascético. Los libertinos que jugaban con cosas tan serias no eran demasiado bien vistos.
La preocupación principal estaba en el pecado. Librarse del pecado era el tema fundamental. De él podían venirnos muchos peligros. La gracia se daba por supuesta y la recibía todo aquel que colaboraba con ella mediante las obras buenas. Los más sensibles intentaban además crecer en la virtud creando hábitos buenos de comportamiento. Estos hábitos o virtudes servían para alejarse definitivamente del pecado y para ganar méritos granjeándose de esa forma la salvación y la vida eterna. Algunos incluso aspiraban a ocupar altos lugares en el camino de la perfección y por ende en el cielo del más allá.
Al principio del verano pasé quince días en un pueblo llamado Prioro, muy cercano a Tejerina, lugar donde yo nací. Después de los largos paseos que dábamos por las mañanas, subiendo picos y collados, solíamos pasar, al llegar al pueblo, por un bar para mitigar la sed con otra cosa que no fuera agua. Con frecuencia acudía a nuestro lado un hombre, ya mayor, antiguo pastor de las cabañas de mi familia, a charlar con nosotros. Conociendo mi condición de sacerdote, le encantaba hablar de temas religiosos. Pronto nos dimos cuenta de que citaba de continuo a un tal Mazo y, para salir de dudas, le preguntamos:
-¿Qué es o quién es el tal Mazo del que siempre nos habla?
-Pues el libro con el que aprendimos la religión todos los niños y jóvenes de la montaña. Pero, ¿usted no lo conoce?
-No. Le respondí.
-Pues pregunte en su pueblo y verá cómo todos los de su edad lo conocen.
Cada vez que me veía me saludaba con la misma cantinela.
-¿Ha preguntado en Tejerina por el Mazo?
En efecto, pocos días más tarde, en una tertulia con los primos carnales que me quedan en el pueblo hice la consabida pregunta:
-Vosotros sabéis algo de un libro de religión que se llamaba Mazo?
-Pues claro. Lo conocemos todos y seguro que habrá todavía alguno en el pueblo.
Uno me explicó:
-Era un comentario al catecismo del P. Astete que explicaba y profundizaba cada una de las cuestiones. Era muy bueno. Lo malo es que sólo había un par de ejemplares en todo el pueblo y pasaban de casa en casa.
Con el entusiasmo de mi gente comencé a interesarme más por el tal Mazo pero, por más que indagué, no pude encontrar ningún ejemplar. Con esto se me acabaron las vacaciones, volví a Madrid, entré de lleno en la JMJ y se me olvidó totalmente el Mazo. Hete aquí, sin embargo, que, a finales de agosto tuve que predicar una semana de oración para un grupo carismático de Madrid. Dicha semana tenía lugar en Santiago de Compostela y asistía a ella una de las chicas que estuvieron conmigo en Prioro. Un día llega con un paquetito y me dice: “mira que regalo más bonito te traigo”. Le abrí y ante mis ojos apareció un libro viejo, con manoseo de generaciones, titulado: “Catecismo explicado”, por el licenciado D. Santiago José García Mazo. ¡Qué maravilla, el Mazo en mis manos! Se lo agradecí un montón a la chica. Lo había encontrado en unos almacenes de libros antiguos. Le costó diez euros.
Nada más abrirlo me di cuenta de que era un libro mucho más importante de lo que me habían dicho en mi tierra. Fue publicado en 1837 y se vendieron en sucesivas ediciones cientos de miles de ejemplares [1]. A estos datos oficiales hay que añadir el pirateo inmisericorde al que fue sometido con continuas tiradas furtivas y traducciones y ediciones fraudulentas en bastantes países extranjeros. En Francia y en Portugal tuvo una amplísima difusión. La formación de las sucesivas generaciones cristianas de más de un siglo, más o menos hasta el final de la segunda guerra mundial, fue confiada a la teología e ideas de este libro.
Su autor es un hombre apasionado pero sin histerismos. Se lee muy a gusto aun fuera de su tiempo. Es ágil, vibrante, moderno. El autor pasa a veces de una tercera persona didáctica a un tú a tú que dialoga en segunda persona con el lector. Es un gran comunicador. No me extraña que leído en familia, como se hacía en mi pueblo, o en los chozos de las majadas y dehesas, reafirmara en los corazones la fe sencilla aunque exigente que les daba vida. Digo sencilla porque las normas, los mandamientos y las diversas clases de pecados estaban perfectamente catalogados y nadie se podía llevar a engaño. Refiriéndome a esta perfecta catalogación de pecados escribí una anécdota en alguna otra parte que viene bien repetir aquí. Dije:
“Las calles de mi pueblo son tan pindias que, a trechos, los coches tienen que subir en primera. Yendo un día mi madre a la iglesia, se cruzó, en el Boquero, con tia Bea, una viejina de 85 años, dos más que mi madre. Tía Bea bajaba pensativa y taciturna. Al llegar donde mi madre, le espetó por único saludo:
-Mujer, Felisa, ¿tú crees que nos salvaremos?
-Pero, Bea, ¿cómo sales ahora con esas cosas?, contestó mi madre, pues claro; toda la vida la hemos pasado intentándolo.
-Ya, pero con este nuevo pecado que han sacado ahora...
-¿Qué pecado?
-Pues el de omisión, mujer, el de omisión
Tía Bea tenía perfectamente controlados todos los pecados posibles. Sabía que por ninguno de ellos se iba a condenar. Pero cuando le oyó al cura joven hablar del pecado de omisión, se turbó su conciencia... El problema era que el pecado de omisión no estaba en el Mazo; ahí son todos de comisión. Las palabra “omisión”, como su correlato “compromiso”, son palabras de la teología moderna engendrada en el Vaticano II.
[1] El ejemplar que cayó en mis manos se definía así: “Catecismo explicado de la doctrina cristiana”, por el Licenciado D. Santiago José García Mazo, Magistrado de la Santa Iglesia Catedral de Valladolid. Edición 26, Valladolid 1892, 589 páginas.