Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo (Filipenses 3, 20-21).
Cuenta el padre Cantalamessa1 que el 11 de noviembre de 1215, el papa Inocencio III abrió el IV concilio ecuménico de Letrán, pronunciando un discurso memorable. El punto de partida fueron las palabras de Jesús cuando, sentándose a la mesa, dijo: He deseado enormemente comer esta Pascua con vosotros (cf. Lc 12,15). Pascua -explicó el Pontífice- significa paso. Y hay un triple paso que Jesús quiere hacer también hoy con nosotros: un paso corporal, un paso espiritual y un paso eterno. El paso corporal era, para el Pontífice, el paso hacia Jerusalén para reconquistar el Santo Sepulcro; el paso espiritual era el paso de los vicios a la virtud, del pecado a la gracia, y por tanto la renovación moral de la Iglesia; el paso eterno era el paso definitivo de este mundo al Padre, la muerte. En su discurso el Papa insistía, sobre todo, en el paso espiritual: en la reforma moral de la Iglesia, sobre todo del clero; esto era lo que más le preocupaba. Más aún, a pesar de su vejez, decía que quería pasar él mismo por toda la Iglesia, como aquel hombre vestido de lino y con los avíos de escribano a la cintura, de que habla el profeta Ezequiel (Ez 9,1ss), para marcar la Tau penitencial en la frente de los hombres que, como él, lloraban y se lamentaban por las abominaciones que se cometían en la Iglesia y en el mundo.
Hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas (Filipenses 3,19).
Continúa el padre Cantalamessa contando que el Papa Inocencio III no pudo cumplir su sueño, porque pocos meses después le llegó la muerte y realizó el tercer paso, el paso a la Jerusalén celestial. Pero en la basílica de Letrán, donde el Pontífice pronunció aquel discurso, perdido entre la multitud y quizás sin que nadie le conociera, estaba -según la tradición- un pobrecillo: ¡estaba Francisco de Asís! En cualquier caso, lo cierto es que Francisco recogió el ardiente deseo del Papa y lo hizo suyo. Al volver con los suyos, empezó a predicar desde aquel día, con mayor intensidad aún que antes, la penitencia y la conversión, y empezó a marcar una Tau en la frente de los que se convertían sinceramente a Cristo. [Bajo estas líneas, fresco de Giotto que representa la presentación de Francisco de Asís y los primeros franciscanos ante el papa Inocencio III].
La Tau, aquel signo profético de la cruz de Cristo, se convirtió en su sello. Con él firmaba sus cartas y lo dibujaba en las celdas de los frailes, hasta el punto de que San Buenaventura pudo decir, después de su muerte: “Recibió del cielo la misión de llamar a los hombres a llorar, a lamentarse, a raparse la cabeza y ceñirse el sayal, y de imprimir, con el signo de la cruz penitencial, la Tau en la frente de los que gimen y lloran”.
Esta fue la “cruzada” que eligió Francisco para sí: marcar la cruz, no en las ropas o en las armas, para combatir a los infieles, sino marcarla en el corazón, en el suyo y en el de los hermanos, para acabar con la infidelidad del pueblo de Dios.
Una voz desde la nube decía: Escuchadle (Lc 9,28). Podemos formularnos la siguiente pregunta desde el evangelio del domingo anterior: ¿Acaso el hombre Jesús ha quedado afectado tras su lucha con Satanás y su opción por el camino de la cruz? A sus amigos ya les ha anunciado su pasión y muerte. La sombra amarga de la suprema humillación y aniquilamiento no pesa sólo sobre ellos, sino también sobre Él. ¿Acaso no es hombre de carne y sangre? Jesús necesita afirmarse y afirmar su identidad de Hijo de Dios, sobre todo en los más íntimos. Por eso cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar.
A Pedro se le ha quedado grabada hondamente la escena y nos lo recuerda en su Carta: Él recibió de Dios Padre el honor y la gloria cuando desde la grandiosa gloria se le hizo llegar esta voz: “Este es mi hijo, a quien yo quiero, mi predilecto”. Esta voz llegada del cielo la oímos nosotros estando con Él en la montaña sagrada. Es una lámpara que brilla en la oscuridad, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones (2 Pedro 1,19).
El nexo de unión donde coinciden la primera y la tercera lectura es la respuesta de la fe de Abraham a la Palabra de Dios y la obediencia del cristiano a Jesús, cuya vida y palabra es el camino trazado por el Padre, que nos manda escucharle para caminar con Jesús en el desierto, hasta la crucifixión solemne, o pequeña y escondida, y la resurrección, ya que el Apóstol nos asegura que transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo (Flp 3, 20-21).
Transfiguración de Jesús, de Carl Bloch
Siempre que Jesús ve en peligro la fe de los suyos se va a compartir el problema con el Padre. El anuncio de que iba a ser un mesías bastante distinto de lo que las tradiciones judías hacían esperar, sin buscar ni alcanzar ninguno de los triunfos que todos esperaban -no llegaría a ser rey, no engrandecería a la nación israelita, ni siquiera vería con sus propios ojos cómo se establecía la justicia en su pueblo...-, debió hacer temblar los cimientos, poco firmes todavía, de la fe de los discípulos. A Pedro, Juan y Santiago, se los lleva Jesús consigo para asociarlos a su oración.
Que nosotros sigamos unidos a Jesús y a María. Veremos con la luz de la transfiguración; la limpidez de sus obras arrojará fortaleza y seguridad para nosotros. Y así proseguiremos por el itinerario cuaresmal, abrazando la Cruz, camino de la Gloria. Aquí y para la eternidad.
PINCELADA MARTIRIAL
El papa Pío XI, el 19 de marzo de 1937, en su encíclica: Divini Redemptoris, refiriéndose a los que murieron por defender su fe en Jesucristo afirmó en el nº 20: El furor comunista no se ha limitado a matar a obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de un modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajan con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que, además, ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados aún hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos o al menos contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo. Ningún individuo que tenga buen juicio, ningún hombre de Estado consciente de su responsabilidad pública, puede dejar de temblar si piensa que lo que hoy sucede en España tal vez podrá repetirse mañana en otras naciones civilizadas.
El beato José Mestre Escoda nació en Duesaigües (Tarragona) el 12 de febrero de 1899. Desde niño demostró la vocación al sacerdocio. Fue ordenado presbítero el 15 de junio de 1924. Ejerció el ministerio en Sarral, Falset, Reus y la Febró.
Cuando estalló la revuelta de 1936 era capellán en la residencia San José de Tarragona, donde vivía con sus padres. Aquí había demostrado ser muy piadoso, humilde y pacífico, y su amor a los niños. Además era un presbítero alegre y en su casa no había lugar para la tristeza.
El 21 de julio los milicianos registraron su domicilio cometiendo toda clase de barbaridades con las imágenes; no pudieron profanar el Santísimo porque el mosén José, por precaución, ya lo había sumido. Siguió celebrando misa hasta el día de Santiago. Al día siguiente, llevaron a los niños del asilo a la beneficencia exigiendo al beato que también les acompañara. Aunque era muy bien atendido por el personal de la casa veía el peligro que tenía por parte de los inspectores, y esto hizo que se decidiera de irse hacia Barcelona. Allí su madre le buscó una pensión, donde permaneció unos ocho meses, durante los cuales se dedicó a obras de apostolado y la administración de los sacramentos. Celebraba la misa cada día. Cuando su madre le advertía de los peligros de muerte, él contestaba: -Soy presbítero y si Dios me destina a ser mártir iré muy a gusto al martirio. El primer viernes del mes de marzo, al ser detenido, confesó claramente su condición de presbítero, y fue llevado a la checa de San Elías, donde fue martirizado el 17 de marzo de 1937.
Fue beatificado en Tarragona, el 13 de octubre de 2013.
1 RANIERO CANTALAMESSA, La fuerza de la Cruz, páginas 54-56 (Burgos, 2000).