Sin embargo, el profeta es alguien incómodo. Parece que vive fuera de la realidad. La imagen que tenemos de ellos, por ejemplo, de los profetas del Antiguo Testamento, Samuel, Elías, Eliseo, Isaías…, es la de personas de otro mundo. Aquí no encajan, quizás por eso, los situamos en el desierto, viviendo en cuevas, peregrinando de un lado a otro. Llevan una forma de vida radical, más admirable que imitable, e incluso molesta, porque son una constante provocación a nuestra conciencia dormida.
No digo con esto que estemos viviendo siempre en pecado; o que llevemos una vida disoluta, tipo Herodes. Sin embargo, con facilidad nos acomodamos. Quien más, quien menos, tenemos la tentación de adaptar la Palabra de Dios a nuestros intereses. “Esto no es para mí”; “eso otro hay que interpretarlo”; “aquello hay que entenderlo en el contexto de la época”; “no quiso decir esto, sino eso otro”; etc., etc.
El profeta es un elegido de Dios para despertar la conciencia, pero su misión conlleva siempre una cierta frustración. No sólo porque su mensaje, con frecuencia, no se entiende, sino porque es consciente de que él es sólo un instrumento. Posiblemente, nunca verá el fruto de su predicación. Muchos lo mirarán como a un loco. Sin embargo, el profeta sabe que tiene que sembrar. Otro cosechará.
Cuando pase el tiempo, se descubrirá que sus palabras eran voz de la Palabra de Dios que crea y redime, porque la mirada del profeta trasciende el presente. No es un vidente, que echa las cartas para saber qué va a pasar. El profeta descubre, en los acontecimientos cotidianos, el plan de Dios para cada hombre. Muestra que la vida de los hombres, que todo lo que sucede, bueno o malo, tiene un sentido.
Hay, en el profeta, dos características que lo hacen ser un hombre de Dios. Primera, escucha la Palabra. Segunda, es testigo de la verdad. Una y otra aparecen en Juan el Bautista. Él es la voz que grita en el desierto y el que entrega la vida por la verdad.
La Palabra que permanece envió las voces, y, después de haber enviado por delante muchas voces, vino la misma Palabra en su voz, en su carne… Recoge, pues, como en una unidad todas las voces que antecedieron a la Palabra y resúmelas en la persona de Juan… Con razón, por tanto, se le llama voz, cual sello y misterio de todas las voces[1].
Ser voz supone escuchar la Palabra, ser persona de oración. Dejar que la Palabra de Dios penetre en la propia vida; la ilumine; y la transforme. Escuchar la Palabra significa abrirse a la gracia de Dios para que actúe y convierta el corazón. Es entrar en el misterio de Dios y responder a esa Palabra con todo el ser.
Y ser testigo de la verdad significa vivir en coherencia con lo que se anuncia. Conlleva vivir con la conciencia clara de que las obras se tienen que corresponder con las palabras, y viceversa, aunque sea a costa de la propia vida. Es, en definitiva, vivir de cara a Dios y de cara a los hombres, sin miedo al que dirán, o qué pensarán. El profeta no arriesga su vida por un ideal, ni por una utopía, ni por una reivindicación política o social, sino por una persona.
Como un auténtico profeta, Juan dio testimonio de la verdad sin compromisos. Denunció las transgresiones a los mandamientos de Dios, incluso cuando los protagonistas de las mismas eran potentes. De este modo, pagó con la vida la acusación de adulterio a Herodes y Herodías, sellando con el martirio su servicio a Cristo, que es la Verdad en persona[2].