Una de las consecuencias de la confusión doctrinal de los setenta fue la reacción contra el Concilio Vaticano II. Muchos afirmaban con contundencia que el Concilio había sido revolucionario, que significaba un giro radical en el camino de la Iglesia, que no era solamente el evento eclesial del siglo sino del milenio. El rostro de la Iglesia cambiaba totalmente y se debían emprender profundas reformas que actualizaran a la Iglesia en todos los campos. En este sentido el Vaticano II representaba una ruptura con el pasado reciente y remoto del cristianismo. Para muchos eso era una gran noticia, para otros era una traición a la tradición apostólica y al magisterio de los concilios anteriores. Si realmente el Concilio quería apartarse de la tradición de la Iglesia, ellos no aceptaban tal Concilio.
Ni unos ni otros tenían razón. Si la Iglesia está guiada por el Espíritu Santo y no puede apartarse del camino de la verdad, ni estaban equivocados los concilios anteriores y había necesidad de renegar de su enseñanza, ni puede tampoco equivocarse el último Concilio ecuménico. Necesariamente tiene que haber una continuidad en el magisterio de la Iglesia. Creemos firmemente en la asistencia especial del Espíritu cuando un concilio se reúne presidido por el legítimo sucesor de Pedro. Las promesas de Cristo no pueden fallar: “las puertas del infierno no prevalecerán” contra mi Iglesia, “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 16 y Mt. 28).
Es cierto que el Vaticano II pidió una adaptación a los tiempos modernos. Se llevó a cabo una profunda revisión de la liturgia y hubo significativos cambios de actitud en el diálogo ecuménico e interreligioso; se impulsó el apostolado de los laicos y la Iglesia se mostró al mundo como más cercana. Todo ello no quiere decir que no existiese antes contacto alguno con las iglesias cristianas separadas, o que los laicos estuvieran ausentes (piénsese en la fuerza de la Acción Católica), ni mucho menos que la liturgia anterior al Concilio fuese equivocada o absurda. Es inadmisible pensar que el Concilio cambio la fe sobre los sacramentos: la necesidad del Bautismo, la presencia real de Cristo en la Eucaristía o el sentido sacrificial de la Misa,…
Esta división, a veces supuesta, otras desgraciadamente real, entre católicos “progres” que en nombre del Concilio quieren una Iglesia distinta a la de todos los siglos; y católicos “carcas” o tradicionalistas que renegando del Concilio quieren una Iglesia “como la de antes”; ha hecho y sigue haciendo un mal terrible a la Iglesia.
La solución no es buscar un equilibrio en el justo centro entre las dos tendencias; como si cada uno tuviese que decidir por sí mismo dónde está la exageración de un bando o del otro. Basta simplemente ser fieles a la Iglesia en su magisterio milenario, desde el Concilio de Jerusalén al Concilio Vaticano II. Se trata de leer el Concilio y el Catecismo de la Iglesia Católica; las encíclicas de Juan Pablo II y las de Benedicto XVI. Y si me hace falta profundizar algún tema recurrir a Pío XII, a León XIII o a San León Magno. Y si queremos asegurarnos más en la doctrina católica tenemos los innumerables escritos de los santos, sobre todo de los doctores y doctoras de la Iglesia. No se trata de ser “carcas” o “progres” sino de ser sencillamente CATÓLICOS.