Y es que no se puede recordar el acontecimiento eclesial más importante del siglo XX, sin hacer memoria al mismo tiempo de la terrible crisis que se desencadenó después. Crisis, aclarémoslo desde el principio, de la que no tuvo culpa el Concilio, diáfano en sus planteamientos; pero que, y esto también hay que decirlo con claridad, se ponía siempre como presupuesto y fundamento de toda “novedad” que se quería implantar: todo se hacía “en nombre del Concilio”. Fue tal la confusión doctrinal que se generó en pocos años que muchos sacerdotes y religiosos no sabían ya cómo vivir su vocación, se había desdibujado su identidad y su papel en la sociedad, por lo que muchos optaron por cambiar de vida, abandonando el ministerio sacerdotal y la vida consagrada. No fueron unos pocos, fueron miles.
El pasado 7 de Junio el Papa subrayó el abandono de la adoración eucarística y la pérdida del sentido de lo sagrado, pero fueron incontables los errores doctrinales, las arbitrariedades litúrgicas, la confusión sembrada en la mente y en el corazón de los fieles en general… hasta el punto de hacer exclamar al Papa Pablo VI: “parece que el humo de Satanás ha entrado en el seno de la Iglesia”. Alguno se ha atrevido a afirmar que la teología enseñada en los seminarios católicos durante dos décadas por lo general no era católica.
Es triste reconocer que la sociedad europea secularizada, el relativismo moral, la masa católica sumida en el analfabetismo religioso, la falta de compromiso de los católicos en la vida pública, y un largo etcétera de males espirituales y morales, son el amargo fruto de un clero mal preparado, sin ideas claras, al que se le había enseñado que rezar no era tan importante, que la moral oficial de la Iglesia era demasiado exigente y que evangelizar pertenecía a la época del descubrimiento de América, por citar una gesta evangelizadora de primera magnitud.
Todo lo que he señalado no pertenece al pasado. Hace pocos meses escuche la conferencia de una teóloga relativamente joven, que se autodefinía “hija del Concilio”, y que enseñaba exactamente lo contrario de lo que el Papa nos dijo en la Misa que precedió a la procesión del Corpus en Roma. Es, precisamente, el magisterio de Benedicto XVI y la gran obra cumplida por el beato Juan Pablo II lo que nos está conduciendo, cincuenta años después, a comprender y a llevar a cumplimiento la importante reforma conciliar.