… no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios (Manuel II Paleólogo)

Hace poco vi la película Un dios salvaje de Roman Polanski. Esta adaptación al cine de la obra de teatro de Yasmina Reza, cuenta cómo dos matrimonios se reúnen para intentar solucionar, amistosamente, la pelea que han tenido sus respectivos hijos.

Toda la película transcurre en casa de los padres de la víctima. En un principio todos se muestran favorables a una conciliación. Llegan a un acuerdo para solucionar el conflicto, pero cuando parece que todo está resuelto, comienza un drama que crece en tensión. Aparece lo peor de cada uno de los protagonistas, hasta llegar a una situación de enfrentamiento de un matrimonio contra el otro y de los cónyuges entre sí.

Ésta es una de esas películas que hay ver porque hacen pensar. Son muchos los temas y las conclusiones a las que se pueden llegar: las apariencias, el diálogo en el matrimonio, la educación de los hijos, la importancia de los límites, etc., etc. Sin embargo, hay una cuestión que me parece central, y que es la que da título a la película. En un momento determinado, cuando la discusión está en uno de sus puntos álgidos, el padre del agresor dice: Yo creo en un dios salvaje… A lo que la madre de la víctima responde: Yo defiendo los valores de la civilización occidental.

Detrás de esto, está un debate muy actual, sobre el que Benedicto XVI ha llamado la atención en repetidas ocasiones: ¿Hay normas comunes para todos? ¿Puede haber una ley universal que sirva para todos los hombres, de todos los tiempos y de cualquier lugar? O como plantea uno de los protagonistas de la película, ¿las distintas civilizaciones tienen normas éticas distintas, adecuadas a su cultura y sus circunstancias, y si éstas lo exigieran tiene que primar la ley del más fuerte?

Todo esto me recordó un debate que tuvo lugar en febrero del año 2000, entre el filósofo ateo Paolo Flores d’Arcais y el entonces cardenal Joseph Ratzinger. En un momento del diálogo, el filósofo italiano puso en cuestión la existencia de la ley natural, aludiendo precisamente a esa gran variedad de culturas existentes: Si por ley natural entendemos algo que todos los hombres de hecho han sabido siempre que está mal, aunque después lo hayan transgredido, bueno, ese algo no existe. A lo largo de la historia del hombre, el hombre ha considerado normas válidas, y hasta ‘supremas’… las cosas más diversas…[1]. A partir de este razonamiento, D’Arcais intentaba mostrar como determinadas actuaciones, como el aborto, no tienen porqué ser algo contrario a la razón.

La respuesta del cardenal Ratzinger tomó como punto de partida un hecho histórico: Nosotros los alemanes hemos conocido un ejemplo muy fuerte, dado que entre nosotros se llegó a decir…, nosotros decidimos que existían vidas que no tenían derecho a vivir, y, por tanto, hemos pretendido el derecho de ‘purificar’ el mundo de esas vidas indignas…[2].

A partir de aquí, Ratzinger explica cómo la dignidad de la persona humana y los derechos que de ella se derivan, no dependen de un gobierno o una mayoría que decide si existen o no, es una dignidad y unos derechos que la persona tiene por el hecho de ser creatura. En consecuencia, la naturaleza no es producto de una casualidad ciega, de una evolución ciega, y sin perjuicio del desarrollo de la evolución, detrás hay una razón y, por tanto una moralidad del mismo ser[3].

El cardenal Ratzinger volvería sobre esto años más tarde, siendo Papa, en el famoso discurso en la Universidad de Ratisbona. Allí recordó, a propósito del diálogo entre Manuel II Paleólogo y un persa culto, la íntima relación entre fe y razón, y la necesidad que tienen la una de la otra. En este discurso puso de manifiesto cómo una razón autónoma de Dios, de la fe, es incapaz de dar respuesta a las cuestiones fundamentales que afectan a la vida del hombre. La razón sin la religión destruye al hombre; la religión sin la razón se convierte en intolerancia.

El sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la ‘conciencia’ subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética… La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y a la razón, patologías que irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente insuficiente[4].

Chesterton en su primera novela del padre Brown, La cruz azul, cuenta cómo el clérigo inglés descubre al gran ladrón de joyas Flambeau, que se había disfrazado de sacerdote para robar la cruz azul. Durante una conversación inocentemente clerical, entre el padre Brown y Flambeau, éste ataca a la razón, para convencer al otro de que es un auténtico clérigo, a lo que el padre Brown responde:

No..., la razón siempre es razonable, incluso en el último limbo o en la frontera más remota. Sé que la gente acusa a la Iglesia de quitarle importancia a la razón, pero es justo al revés. La Iglesia es la única en la Tierra que concede a la razón un papel supremo. La única de toda la Tierra que afirma que el mismísimo Dios está limitado por la razón[5].



[1] J. Ratzinger-P. Flores d’Arcais, ¿Dios existe?, 64-65.

[2] Ibid., 68.

[3] Ibid., 69.

[4] Benedicto XVI, Encuentro con los representantes de la ciencia en la Universidad de Ratisbona (12 septiembre 2006).

[5] G.K. Chesterton, Los relatos del padre Brown, (Barcelona, 2008), 29.