Josep Gassiot Magret en su obra “Apuntes para el estudio de la persecución religiosa en España” narra a continuación los excesos salvajes “En los primeros meses de la Guerra Civil”.
“Solidaridad Obrera”, el 20 de agosto de 1936, escribía:
“Hemos encendido la antorcha, aplicando el fuego para purificar todos los monumentos que desde siglos proyectaban su nombre por todos los ámbitos de España, las iglesias, y hemos recorrido las campiñas purificándolas de la peste religiosa”.
Y unos días después publicaba el “Boletín informativo de la C.N.T.-F.A.I.”
“Para que la revolución sea un hecho, hay que derribar los tres pilares de la reacción: la Iglesia, el Capitalismo y el Ejército. Los templos han sido pasto de las llamas, y los cuerpos eclesiásticos que no han podido escapar, el pueblo ha dado cuenta de ellos”.
Arriba, La Magdalena de Toledo, abajo retablo del Cristo de las Aguas, destruido en julio-agosto 1936 (Colección Luis Alba - Aytmo. de Toledo).
Todavía, el 18 de octubre, era más explícito y concluyente el órgano anarquista, al que por lo visto, no le había parecido suficiente la “purificación de las campiñas”. En un artículo titulado “Sangre y fuego”, decía “Solidaridad Obrera”:
“Siempre, en todos los tiempos y en todas las épocas, los crímenes horrendos han tenido por mudo testigo la fatídica cruz… No resta en pie una sola iglesia en Barcelona y es de suponer que no se restaurarán, que la piqueta demolerá lo que el pueblo comenzó a purificar. Pero ¿y los pueblos?... No sólo no hay que dejar en pie a ningún escarabajo ensotanado sino que debemos arrancar de cuajo todo germen incubado por ellos, hay que destruir… sin titubeos, a sangre y fuego”.
Con razón, Paul Claudel, en un artículo publicado en “Le Figaro” pudo decir:
“Para comprender bien la naturaleza de la revolución española, no hay que considerarla como una tentativa de construcción social, como en Rusia, encaminada a substituir un orden por otro, sino como una empresa de destrucción, preparada muy de antemano y dirigida ante todo contra la Iglesia. Taine habla en su libro de una anarquía espontánea. Aquí se trata de una anarquía dirigida. En efecto, no es posible concebir, sin una consigna y una organización metódica, que hayan podido ser incendiadas todas las iglesias sin excepción en la zona roja, todos los objetos religiosos minuciosamente buscados y destruidos y la casi totalidad de los prelados, religiosos y religiosas, asesinados con refinamiento de crueldad inaudita, acosados en todas partes como bestias feroces”.
No excusaba la destrucción de los edificios religiosos ninguna razón o motivo de defensa de la República o de conveniencia militar; pero era la expresión del odio satánico contra el Catolicismo. “En delirio de los últimos días de julio de 1936, Manuel Azaña, Presidente de la República, lanzaba aquella frase famosa: “Ahora es cuando de veras se ha proclamado la República”.
La “Solidaridad Obrera” decía el 26 de julio: “No queda ninguna iglesia ni convento en pie, pero apenas han sido suprimidos de la circulación un dos por ciento de los curas y las monjas. La hidra religiosa no ha muerto. Conviene tener esto en cuenta y no perderlo de vista para ulteriores objetos”.
Esta excitación, que procedía de la anarquía dirigida, tuvo sus efectos, y se intensificó la caza de los curas y se los mataba sin preceder ninguna formalidad judicial. “Los que habían tomado armas contra la República eran juzgados por los Tribunales; pero para los religiosos bastaba que se descubriera que lo eran para que fueran impunemente asesinados”.
En toda la zona roja se procedía de igual manera, pero en Cataluña se hizo más palpable la responsabilidad de los dirigentes. Durante el período republicano del mes de febrero al 19 de julio de 1936, el Gobierno de la Generalidad evitó la quema de edificios religiosos, que se hacía en otras partes de España, lo que prueba que contaba con medios para impedirlo; pero a partir del 19 de julio, como dice el anarquista Juan P. Fábregas (en su obrita “80 dies en el Govern de la Generalitat”): “Los anarquistas intervinieron por vez primera en la dirección de la cosa pública”.
A partir de esta fecha y hasta la terminación de la guerra, en España fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes y 2.648 religiosos; pero la inmensa mayoría lo fueron en los primeros meses y sin que ninguno de tales mártires hubieran tomado parte en la guerra.
Las fotos pertenecen a esta entrada del magnífico blog de Eduardo Sánchez Butragueño: