Me ha pasado hoy en misa, pero se viene repitiendo desde hace tiempo. Dos adolescentes se sientan a mi lado. Durante tres minutos han logrado permanecer en silencio. Al cuarto, ambos sacan sus smartphones de última generación y empiezan a tuitear a lo largo de todas las lecturas y el salmo. El Evangelio les ha debido de parecer algo más respetable, porque ahí se han puesto de pie –sin mucho entusiasmo, todo hay que decirlo- y han enfundado temporalmente sus cacharritos luminosos. Apenas nos habíamos sentado para escuchar la homilía cuando ya estaban de nuevo con el tracatraca de oprimir compulsivamente la pantalla táctil. Si a estos chicos les diesen un céntimo por cada vez que teclean sus móviles, podrían vivir como maharajás toda su vida. En fin, que así continuaron durante el credo, las oraciones de los fieles, la plegaria; interrumpieron brevemente durante la consagración, para volver con redoblados bríos hasta el momento de la paz, en el que el joven que estaba a mi izquierda logró desasirse un instante de su smartphone y estrecharme la mano. En la comunión desaparecieron y no volví a saber de ellos.

Sería fácil descolgarnos aquí con las clásicas y recurrentes –no diré que, por ello, equivocadas- condenas de que “los jóvenes de hoy en día no tienen respeto por nada”; que “nosotros a su edad éramos mucho más educados”; que “es una vergüenza su actitud ante la vida” y demás lindezas con que, frecuentemente, clasificamos a los jóvenes. Uno, que lleva unos cuantos años trabajando con adolescentes y ha aprendido a quererlos con todas sus debilidades y defectos, trata sin embargo de profundizar un poco más. Que utilizar el smartphone en misa está mal, es evidente. Que deberían estar atentos al sacerdote, es verdad. Que su actitud muestra que tienen poco aprecio por la eucaristía, es cierto. En eso estamos todos de acuerdo. Pero, como digo, mi devoción por San Juan Bosco me ha enseñado quizás a no quedarme en el hecho aislado.

En una ocasión, al poco tiempo de haber sido ordenado presbítero y cuando aún ni siquiera sospechaba de la obra amplísima que Dios quería que emprendiera, el sacristán de la iglesia donde el santo fundador de los salesianos se disponía a celebrar misa llamó a un niño para que fuera monaguillo. “Es que no sé cómo se hace”, fue la respuesta del chico. “¿Cómo que no sabes?”, estalló encolerizado el sacristán, al tiempo que le empezó a propinar cachetes al pobre muchacho. Don Bosco, que escuchó la trifulca, salió en ayuda del niño y detuvo al malhumorado sacristán. Seguramente, el santo de Turín volvió a escuchar en su interior las palabras que, hacía años, percibió en su primer sueño profético: “No con violencia, sino con dulzura atraerás a muchas almas”. Y, más tarde, Don Bosco lo repetiría una y otra vez a sus primeros salesianos: "La dulzura en el hablar, en el obrar y en reprender, lo gana todo y a todos".

Vuelvo a mi misa de hoy. Como decía unas líneas más arriba, lo que han hecho estos jóvenes está mal. Pero también he tratado de ponerme en su piel. La homilía no iba destinada a ellos. De hecho, no sabría decir a quién iba destinada, puesto que no creo que los adultos hayamos entendido demasiado de ella. Ha sido una predicación aburrida más, cargada de lenguaje barroco y farragoso, dicho en un tono aburrido y gris. Sinceramente, dudo que esa homilía haya dado algún fruto de conversión en los que allí estábamos. Las canciones son las mismas de hace treinta años y, por lo general, mal cantadas. En fin, que no justificaré la acción de hoy de estos jóvenes pero, a la vez, creo que no toda la culpa es de ellos.

¿Cuál es la solución? Quizás algunos, llegados a este punto, piensen que voy a proponer una visión “progre” y descafeinada de la misa, desvirtuándola de toda su carga de misterio y solemnidad. Nada más lejos de mi intención. Pero sí pretendo poner de manifiesto que los jóvenes de hoy tienen un lenguaje y unos modos de comunicación que están a años luz de muchos adultos. Hay que entrar en el mundo de los adolescentes si se quiere conectar con ellos. Esto que digo seguramente lo entenderán mucho mejor los sacerdotes jóvenes. Y, pese a ello, he de decir que, desde mi limitado punto de vista, son pocos los que saben captar el interés de los adolescentes en las misas. Tal vez, los jóvenes sean el público más ingrato y más difícil al que predicar. Mucho más que los adultos.

Podemos quedarnos en la crítica a los chicos. Podemos lamentar cualquier tiempo pasado porque fuera mejor. Podemos enrocarnos en nuestras posturas e indignarnos con los jóvenes. En cierto modo, podemos comportarnos como el sacristán de la historia de Don Bosco. Y, mientras tanto, los adolescentes seguirán tuiteando en misa, porque les interesará muy poco lo que les digamos. O podemos, por el contrario, tratar de entenderlos. Podemos ganarles con la dulzura. Podemos atraerlos con una predicación vibrante e intensa, que les ponga de frente a sus vidas. Podemos, en definitiva, tratar de seguir el camino de Don Bosco. Yo lo tengo claro.

Álex Navajas